Es una auténtica locura. Escribo con una sensación mezcla de aturdimiento y enfado sazonado con impotencia e incredulidad. Este jueves ha sido una tarde de locos, similar a muchas otras, aunque en esta ocasión como si se celebrase una fiesta en el manicomio y hubiese barra libre. He recibido más de 400 mensajes de Whatsapp en una tarde. Los ha habido de todos colores, desde laborales –es cierto que ha sido una tarde especialmente cañera por el seguimiento de los Jocs Esportius Municipals-, hasta personales pasando por tonterías que me importan nada, otras que me importan nada de nada y los últimos que, directamente, ni los leo ni les presto atención. Qué tortura...
No sé si te ha pasado, amigo lector, que te invada una sensación asfixiante y agobiante como si alguien manejara por ti tu vida o como si dependieras existencialmente del puñetero teléfono. Podría decirte o que entendieras que escribo en coña o en plan mofa, pero te aseguro que pocas veces me he sincerado tanto contigo.
Ha sido al acabar cuando me he refrescado la cara y me he preguntado, mirándome al espejo, qué puñetas está pasando y quién ha tomado el control de mi vida. Hemos normalizado el hecho de que cualquiera puede escribirnos a cualquier hora y sobre cualquier tema, igual que pensamos que podemos hacerlo nosotros. Hemos regalado, de alguna forma, nuestra intimidad y el esencial derecho de desconectar. Del trabajo, de la vida, de lo que sea.
Claro que nosotros mismos tenemos la última palabra a la hora de hacerle caso al dichoso aparato y que nadie –a excepción de motivos laborales- nos obliga a estar pendientes, pero es injusto porque condiciona el uso del teléfono. Y ya sé que habrá quien piense que el problema es mío y que exagero, pero basta tomarse una caña en cualquier bar y levantar la vista para ver cuánta gente está más pendiente de hablar por mensajes que de hacerlo con quién tiene delante.
Y esto irá a más. Porque renunciamos sin consciencia y sin problema a nuestra intimidad en beneficio tanto de las nuevas tecnologías como de las nuevas modas generando una dependencia casi a la altura de la droga.
Mientras escribía este artículo he recibido más de 30 mensajes intrascendentales. Estoy abrumado y eso que ya llevo tiempo practicando libre de conciencia el derecho a no contestar todo lo que me escriben siendo dueño, al menos, de mis silencios. Ojalá nos tomásemos más enserio ese proverbio que dice: «Cuando hables, procura que tus palabras valgan más que el silencio».
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