Casos denunciados de acoso escolar que han trascendido a la opinión pública, descontrol y vandalismo durante las noches de Cinquagesma en la urbanización de Cala Blanca, en Ciutadella, y destrozos reiterados de muchos de los ornamentos florales en Maó y Ferreries que han embellecido las calles de los municipios de la Isla este pasado fin de semana, forman parte del balance de sucesos en este último mes.
Se trata de lamentables gamberradas, que en algunos casos alcanzan la consideración de delitos. Han ocurrido (el acoso escolar ha existido siempre, por ejemplo), y ocurren no solo aquí sino en cualquier punto de la geografía española como consecuencia de una actitud agresiva, desafiante que poco o nada tiene que ver con lo que debería ser la diversión natural de los jóvenes y adolescentes.
Es el efecto, muchas veces, del precoz consumo de alcohol y, especialmente, de una educación muy mejorable por parte, primero, de los padres de los protagonistas, íntimamente relacionada con una atención que debería ser más precisa.
Todos hemos cometido trastadas a esas edades. Tampoco se trata de criminalizar a los que ahora las atraviesan, pero da la impresión que subyace hoy más que antes una reiteración peligrosa de esas gamberradas. El mal comportamiento cuestiona los valores a asumir como fundamentales en esta etapa de la vida.
Destrozar una jardinera, robar flores depositadas en la calle para adornar la vía pública, lanzar botellas de vidrio al suelo, mofarse de los vecinos adultos que reprenden ese comportamiento, romper espejos de los coches para hacerse el gracioso son actitudes demasiado censurables como para que queden impunes en casa.
Algo estamos haciendo francamente mal entre todos los implicados en la tarea educativa a la vista de lo que está sucediendo con demasiada frecuencia.