Estamos habituados en España a cargar contra el poder judicial, cuya relevancia social no deja de ser un caso poco o nada frecuente en otros estados de derecho.
Los reiterados episodios de corrupción en el partido del gobierno, los derivados de la imposición del movimiento independentista catalán y los asesinatos y agresiones sexuales parecen haber formado desde la nada, de repente, a miles de licenciados en derecho, próceres fiscales o atinados magistrados con dominio de las leyes para la interpretación del Código Penal español. Ya puestos, también saben del alemán, el belga o el suizo, países de los huidos secesionistas.
Es este un mal endémico que padecen otros muchos gremios. Aquí cualquiera cuestiona un titular periodístico cuando es incapaz de escribir una sola línea sin faltas de ortografía, o estima que su médico es un incompetente cuando él no sabe distinguir entre una aspirina y un jarabe.
Como contrapartida a esa deriva implacable que busca desvirtuar las decisiones de los jueces si no se ajustan a su particular criterio, merece ser destacado el nuevo reconocimiento que acaba de obtener Bartomeu Mesquida, magistrado del Juzgado de lo Penal de Maó y decano de la judicatura insular.
Al juzgador felanitxer, arraigado en la Isla desde hace 26 años, le distingue el Colegio Balear de Abogados por la calidad de sus sentencias y, en general por la solvencia ética que exhibe en el ejercicio de su profesión, además del eficaz funcionamiento de su juzgado.
No precisa elevar el tono, ni salirse de su natural conciliador para dirigir los juicios en Maó y Ciutadella ante fiscales, abogados, acusados, víctimas o testigos. Pero más allá de sus cualidades como magistrado, destaca por la impecable corrección en las formas ante cualquier semejante, y por la proximidad que ofrece a todos cuantos le tratan. Con la que está cayendo, Bartomeu Mesquida dignifica la justicia española. Todo un mérito.