Las aulas son una suerte de ecosistema terriblemente delicado. Lamentable y desgraciadamente lo hemos vivido de muy cerca estos días en un ejemplo más de que en nuestra sociedad hay algo que falla.
Estamos aún a día de hoy lamiéndonos las heridas y preguntándonos qué podríamos haber hecho para haber evitado la desgracia de Ciutadella, indistintamente de que nuestra relación con el joven fuera más o menos cercana o directamente ni existiera. La empatía y la humanidad obligan. No sé si te ha pasado, pero yo me he intentado poner en esa inexperta piel, he intentado entender qué motivos, me he imaginado la desesperación de aquel que no solo no ve solución ni alternativa, sino que se siente solo.
Es lógico que todas las miradas y los interrogantes apunten hacia las aulas, una especie de selva donde, aunque nos cueste entender, impera la ley del más fuerte o la ley del más popular. Y allí, por encima de todas las cosas, hay individuos en formación, personas extremadamente impresionables y que necesitan de una atención y de una dedicación que, en muchas ocasiones, va más allá del temario. A veces, necesitan que se les escuche sin necesidad de que se les entienda.
Y es aquí cuando surge la importancia de la figura del profesor, o de la profesora. No solo como alguien cuya misión es determinar si un alumno es apto o no para proseguir en su ciclo académico, sino para complementar el proceso formativo como persona en el que también sobresalen la familia y los amigos.
En las aulas hay 'buling' o acoso, si prefieres. Y no es algo nuevo que nos haya sacudido a todos a raíz de los últimos incidentes. Desde siempre, el más chulo, el más malo, el más idiota, o el más fuerte se ha aprovechado de esa situación para amedrentar a otros.
La novedad, ahora, es el despreciable y mezquino papel que jugaron, presuntamente, una serie de profesores en Cataluña que atacaron sin miramientos a los hijos de los Guardia Civiles, señalándolos y acusándolos como si fueran culpables del rol de sus padres.
La desgracia de Ciutadella ha recordado cuál es la realidad en el colegio. No faltan abusadores, no faltan víctimas y, por supuesto, no faltan testigos que prefieren mirar hacia otro lado. El problema surge cuando son los propios profesores los que prenden la peligrosa llama volcando su odio en quien ni siquiera puede defenderse.
¿Qué diferencia hay entre el matón del patio y uno de esos profesores que supuestamente humilló a sus alumnos por ser hijos de Guardia Civiles? Ojalá cambien las cosas en el aula y nunca más tengamos que vivir una historia tan terrible. Ni en Ciutadella, ni en Cataluña.