En esta época del año, cuando los días se alargan tornándose amables después de las inclemencias invernales, me gusta salir al campo, sobre todo cuando busco alguna trocha de la solana enmontada de la Guadalajara alcarreña (tierra de mi madre que gloria halla). En ese espesar del robledal donde me quedo bocabaday ante alguna venerable encina, he visto en la otoñada al cervuno levantándose de manos, intentando con sus candiles enganchar alguna rama llena de sabrosas bellotas. Los jabalines se sirven de su olfato para rebuscarlas entre la hojarasca y la cascoja.
Voy con todo el cuidado porque sé que terreno piso y que al fin y al cabo ahí no soy otra cosa que un okupa curioso, con una cámara fotográfica en la mano. No hace tanto que un guarda mal encarado y con malas pulgas me salió como una aparición de detrás de una encina. ¡Oye tú!, ¿qué haces por aquí? Pues nada señor guarda, dando una vuelta y si tuviera el santo de cara, sacar alguna fotografía de algún bicho. ¡Ya…! Esa es la tapadera, me soltó el tío. Ahora me dices dónde tienes los cepos o los lazos, o alguna vieja escopeta sin papeles, menudos sois los furtivos. Una hora estuve razonándole que yo no tenía ni de lejos intención de hacer nada malo. Al final me dejó ir. Desanduve la trocha hasta el coche lo más ligero que pude mientras farfullaba para mí: «y me dice María que tenga cuidado con los bichos del monte… ¡qué razón tiene!».