Supongo que muchos de ustedes, queridos lectores, estarán de bajón, es lo normal al principio de cada año. Incluso las personas más duras no pueden evitar ese pellizco que te da el estomago cuando atravesamos la barrera sicológica temporal que es el cambio de año. Pasada esa emoción nos damos cuenta de que no ocurre nada especial, que todo sigue igual, y para algunos incluso peor.
Cuando los días son más cortos y grises, y cuando el cuerpo empieza a notar la bajada de azúcar posnavideña, es lógico que la autoestima y las emociones estén bajitas. Si le unimos a eso la frustración de que apenas una semana después los que querían dejar de fumar fuman, los que querían hacer dieta ya se la han saltado veinte veces, los que prometieron ir al gimnasio aun no se han matriculado y un largo etcétera de promesa incumplidas, la tristeza y el sentimiento de culpa se alían para jodernos la vida y se entran en círculos viciosos que hay que romper pero ya.
Sí, ya sé que el contexto no ayuda, ni mucho menos. Y que cada nuevo año la mayoría somos más pobres con la mierda de sueldos congelados, y las subidas en esos caprichos que tenemos los humanos para vivir como la luz, el gas, el agua, la vivienda, los transportes, el teléfono, o los alimentos. Sitúan el IPC en un 1.2 por ciento, y es un más de las miles de mentiras económicas que nos sueltan. No se cree ni el más bobo entre los bobos que somos solo un 1.2 por ciento más pobres. La economía real, la suya y la mía, nos dice en el día a día que cuesta dios y ayuda afrontar todos los gastos y vivir con dignidad.
Algo que siente muy bien para quitarse pesadumbre y ñoñería de encima es cabrearse un poco, que se nos cruce el cable, y enfocar ese cabreo hacia la denuncia, para que al menos no seamos consumidores muditos y dóciles. Baste un ejemplo, de los que más duele, las malditas compañías eléctricas que nos sacan los ojos sin compasión. Hace frío, suben la luz, hace calor suben la luz, necesitan leyes que se redacten para su servicio, contratan expresidentes y a cabalgar sobre el lomo de los ciudadanos. No tiene nombre el morro que le echan, ganan pasta a mansalva y no dejan de subir las tarifas como locos. Ahora bien, de invertir, no hablamos, así son de carroñeros.
Aquí en nuestra Menorca teníamos, lo acaban de retirar, un cable submarino de suministro eléctrico que venía de Mallorca cruzando el Mediterráneo, al parecer tenía más de 40 años y contaminaba a lo bestia. En 40 años, lo que dura una dictadura, no han colocado un cable de sustitución, ni han invertido un carajo en energías limpias y renovables. Los menorquines sufrimos no ya la doble insularidad, sino el triple desprecio que supone ser una isla, ser pequeña, y no tener muchos habitantes. Pagamos servicios como los demás, pero aquí llegan mal, o más caros como la gasolina. Cierto es que tampoco hay un consenso mayoritario en la sociedad menorquina en muchos temas, hay que ver con lo pequeño que somos, y lo que nos cuesta reivindicar lo nuestro por encima de intereses partidistas.
Ya ven, es completamente normal que nos cueste tirar para adelante, pero de alguna forma hay que hacerlo, no hay más opción. Alguien mayor, se acerca ya a los 90, y al que quiero y respeto, me dijo justo después de las campanadas: «El 2017 tampoco pudo conmigo, aquí seguimos», levantó su copa de vino y brindó por el nuevo año. Pensé que esa era la actitud, y que aunque pequeños, cada uno de nosotros es único e irremplazable, como nuestra isla. Feliz jueves.
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