He leído por estas páginas que se prepara la celebración del 25 aniversario de la reserva de la biosfera, que es sin duda lo más celebrado de los últimos 25 años, tal que parece propio de la declaración de la Unesco celebrarlo continuamente, una manera de vulgarizarlo en vez de distinguirlo como se pretende.
En estas dos décadas y media se ha vivido una auténtica competición política por conmemorar el título y crear logotipos para cada aniversario con la flor, un pajarito o la pared seca como imagen hasta llegar al actual, una madeja que repele el primer golpe de vista. Debe ser el resultado lógico de dar tantas vueltas y tanto tiempo sobre lo mismo.
Resulta probable -esa es la esperanza- que la efemérides vaya acompañada del análisis crítico y riguroso de la reserva, eso que a buena parte de los ciudadanos le sigue sonando en abstracto a una suerte de reconocimiento por la conservación mediambiental del territorio. Será entonces momento oportuno e ineludible para explicar -e intenar entender, que es más difícil- por qué un recorrido de 25 años ha dado tan poco en, por ejemplo, energías renovables y por qué de lo poquito andado hemos consentido perder el 50 por ciento durante el último año, que es el tiempo que llevan averiados dos de los cuatro molinos de Milà.
Cinco lustros deberían haber dado de sí para más infraestructura en renovables y ser punteros en la materia al amparo de la declaración internacional. Con menos bombo, la isla del Hierro, también reserva de la biosfera desde el año 2000, nos da sopas con honda desarrollando un sistema para abastecerse exclusivamente de renovables, mientras aquí la adoración a las piedras engorda la contradicción permanente que arrastramos entre optar por nuevas energías y los inconvenientes que representan, del tipo de talar un ullastre o tapar piedras amontonadas siglos o milenios atrás.