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Los tres «padres» de la Constitución que viven en la actualidad -Miguel Herrero de Miñón y José Pedro Pérez Llorca, de UCD y Miquel Roca, de Convergència- han eludido pronunciarse sobre el alcance de los cambios, el método y las cuestiones de fondo de una eventual reforma de la Constitución.

El debate recurrente sobre la modificación del texto aprobado en diciembre de 1978 no se sustancia en un acuerdo político, hoy más difícil por el confuso intento de la Generalitat para proclamar, unilateralmente, la independencia de Catalunya y su transformación, de la noche a la mañana, en una república.

Reforma, ¿para qué?, cuando el marco constitucional en cuya redacción también participaron Gabriel Cisneros, Manuel Fraga, Jordi Solé Tura y Gregorio Peces-Barba, tiene mecanismos para ser actualizada sin perder su sentido original. Admite numerosas lecturas e interpretaciones sin incurrir en la desnaturalización, como ya ha manifestado Oscar Alzaga. Mientras no se haya resuelto el «problema catalán» no tendrá sentido plantear una reforma que exige pactos con el adversario y renuncias. ¿A qué y hasta dónde? Porque, según advertía Tirso Pons, el problema es que sabes cuándo empiezas pero no cuándo acabas.

No cabe incluir en una reforma constitucional que aún carece de hoja de ruta la controversia entre independentismo y recentralización, con la extraordinaria dificultad de que hemos pasado del bipartidismo a un sistema de cinco partidos. En la comisión para la reforma territorial creada en el Congreso de los Diputados a propuesta por el PSOE -ante la que han aceptado comparecer Miquel Roca, Pérez Llorca y Herrero de Miñón- no participan Unidos Podemos, PDeCAT, ERC ni el PNV en desacuerdo con la aplicación, suaviter in modo, fortiter in re, del artículo 155. Mal comienzo para llegar a acuerdos.

La Constitución ha sido un instrumento útil para consolidar la democracia. ¿Hay capacidad de acuerdo para ser reformada?