El decreto del TIL fue no sé si una palanca del cambio, pero sí un una herramienta que Més más que nadie instrumentalizó en beneficio propio, movilizó a su gente, ganó adeptos a su discurso y logró su finalidad. Es legítimo en ese mundo aprovechar los defectos y excesos del adversario.
Ahora, en su papel de fijo discontinuo del gobierno, impone el decreto del catalán en la sanidad en la línea que siempre ha defendido de catalanizar el sector público, lo que puede hacerse a golpe de decreto, y promover ese proceso en el privado.
Cuenta con que el otro referente político es poco dado a las manifestaciones y al ruido en la calle. Así suele ser, según el tópico esa otra gente se centra en sus negocios aunque estos en la mayoría de los casos no son otros que los de cumplir con su trabajo o buscarlo si no lo tienen porque hay pocas esperanzas de que el poder se lo regale. Pero han aparecido síntomas de que la sociedad civil todavía late y se mueve cuando le tocan las narices. No ha sido el personal sanitario sino los pacientes, que al fin y al cabo somos todos, quienes han decidido moverse ante una medida interpretada en clave de hostilidad, la menos indicada para el único colectivo que no debe ser encabronado. Estamos en sus manos y con un índice elevado de satisfacción.
En caso de problema, los facultativos cuentan con personal de enfermería para arreglar posibles entuertos de comunicación en un mundo donde, por otra parte, los avances del conocimiento se divulgan preferentemente en inglés.
Oía el lunes en la radio oficial que no es para tanto, que se ha explicado mal, pero tampoco hay presos políticos y esta es la expresión que se difunde machaconamente y ha prendido lazos amarillos en las solapas de Més. Un principio sabio de la política aconseja no tocar aquello que funciona, pero el nacionalismo tiene sus principios y coherente con ellos ha optado por aplicar su propio TIL.