Me acuerdo ahora de cuando mis hijos eran pequeños y jugaban. Supongo que por influencia de las películas, de pronto se ponían a gritar: «¡Sáquenme de aquí!» Menuda angustia la de quedarse encerrado, o atrapado en un callejón sin salida. Me acuerdo también de lo que me dijo Fernando Rubió con respecto a su primer viaje a la India: que veía pasar un hombre seguido de una mujer, un niño, un perro y una gallina, y que se postraba de rodillas para dar gracias a Dios por no haber nacido allí, porque si naces allí, ¿cómo puedes llegar a salir de la indigencia?
Lo cierto es que cuando yo estuve en la India observé que los perros campaban por sus fueros, como las vacas, los monos y los hombres; que encontré algunos vendedores que hablaban del Barcelona en catalán, y algunos niños que se expresaban perfectamente en español y lo habían aprendido escuchando la tele. El guía turístico era hijo de un aviador y tenía cierta dosis de cultura. Siempre hay maneras de salir de una situación penosa, aunque a menudo uno tenga que empeñar en ello la vida, y si no que se lo pregunten a los emigrantes ilegales de las pateras, a los niños que han perdido la vida huyendo de las guerras, a los que sobreviven en las grandes ciudades en la más pura indigencia. Esos son los que propiamente podrían gritar ¡sáquenme de aquí! Difícil, salir de la pobreza y la incultura. Recuerdo que estando en el barrio latinoamericano de Brooklyn el dependiente de una tienda se extrañó de entenderme perfectamente en castellano y cuando le dije que la suya y la mía eran la misma lengua me miró asombrado, como si acabara de descubrir la cuadratura del círculo.
¿Cómo salir de la ignorancia, si uno carece de los medios para hacerlo? Dicen que la inteligencia se hereda, y a lo mejor hasta se hereda la imaginación, pero ¿cómo podían escribir algunos de mis abuelos si eran analfabetos? Y es que a finales del siglo XIX la alfabetización en España solo alcanzaba el cincuenta por ciento. Pero entre las personas de mi generación abundan los que declaran no saber escribir en su propia lengua, porque nunca se la enseñaron en el colegio. ¿Cuántos ilustres escritores se habrán perdido por falta de instrucción? Cuando éramos pequeños aprendimos en el Juanito, la vida de San Juan Bosco, que hacía de titiritero durante el día y que por la noche leía hasta las tantas con un cabo de vela. Pero para esto hace falta mucho tesón, y todos solemos perdernos en las agonías de un cabo de vela.