«Europa Occidental no verá nuevas independencias en esta era». La frase es de Jordi Pujol y la pronunció hace justo hoy 25 años en la clausura del VII congreso de la Joventut Nacionalista de Catalunya. La he visto por casualidad al consultar la defensa de Maastricht que el mismo día había hecho Carmen Díez de Rivera en el Ateneo.
El contexto, resaca de las Olimpiadas de Barcelona y la Expo de Sevilla, estaba definido en lo económico por un preocupante tembleque, en lo político Felipe González ya preparaba con anticipo la convocatoria de las últimas elecciones que ganaría por los pelos al año siguiente y en lo internacional la sangre había seccionado el mapa de Yugoslavia.
Pujol era entonces un personaje imprescindible, explicó a sus cachorros que el objetivo «no es la independencia, sino más autonomía, más poder para Catalunya, más conciencia nacional y la reforma del Estado». Esas eran las razones de haber contribuido desde la Transición a la gobernabilidad de España, aun dudando de que ese apoyo hubiera sido «suficientemente recompensado». Catalunya, y en su seno Convergència, constituían el motor de los cambios producidos en España en el terreno autonómico y jugaban un papel clave, «porque si se para el primer camión para toda la comitiva». Hubo críticas para ERC por su «radicalismo verbal» y advirtió que el nacionalismo catalán «debe navegar siempre por el centro del río, evitando acercarse a ninguna de las dos orillas, donde podría quedar encallado».
El congreso tomó nota del mensaje (en clave) y aprobó una ponencia titulada Catalunya libre y soberana, que decía «la pertenencia a España no beneficia a Catalunya ni se ha hecho con nuestro consentimiento». Pujol descansa hoy en el regazo de la madre superiora, Convergència ha sido fulminada en un tris por ciento y a su nueva muda le falta oxígeno en las encuestas.