Arrinconado, preso una vez más de los antisistema a los que se vendió su partido, la antigua Convergencia, para mantenerse al frente de la Generalitat, Carles Puigdemont protagonizó ayer un nuevo sainete para el recuerdo en el que amagó, se escondió y al final apareció para lavarse las manos. El problema es que ya las tiene demasiado manchadas como para exigir que el gobierno español, inútil para dar con ninguna otra solución que no sea la ley, le pase por alto el desaguisado que ha montado en Catalunya por mucho que al final el honorable president estuviera dispuesto a convocar elecciones.
Era esa la salida más plausible para salvar los muebles en la Generalitat, evitar la deshonrosa destitución de toda la cúpula que preside, impedir que sea el Estado quien las convoque y trazar un nuevo camino que persiga el mismo objetivo alimentándolo desde la reforma de la Constitución y no desde la sedición a la brava y en contra de la mitad de su propia población.
Ahí no encontró la respuesta que exigía, bien sea por la propia decisión del partido en el gobierno o bien porque los que le apoyan -Ciudadanos, fundamentalmente- se opusieron a echar el freno a la intervención en Catalunya y a llevar al president y sus consellers ante los tribunales.
Se trataba, en todo caso, de aplicar una solución extraordinaria para comenzar a resolver un problema extraordinario generado por los independentistas en el que unos catalanes, alimentados en una inquina injustificada hacia lo español, están enfrentados a los otros catalanes y aquellos lo están al resto de España.
En esta tesitura Rajoy, como máximo mandatario del país, no parece haber estado a la altura para evitar que, definitivamente, el conflicto se acomode en la calle con consecuencias imprevisibles pero nada halagüeñas. Algo más podía haber hecho para hallar otra vía que salve a Catalunya de la deriva que lleva aunque fuera a costa de aflojar la presión sobre sus lamentables gobernantes.