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Las cosas y las personas crecen y decrecen continuamente ante nuestros ojos. Europa, por ejemplo, es una realidad que aumenta o disminuye sometida a infinidad de fuerzas y presiones. Pasa con los partidos políticos, las empresas, los proyectos… Unos quieren una Europa fuerte y unida, basada en valores democráticos; y en un bienestar repartido de manera solidaria, fruto de un crecimiento económico y comercial que lo haga posible. Otros la quieren débil, dubitativa, rota: son sus competidores o enemigos, que buscan erosionarla o desestabilizarla para verla cada día más pequeña. En un mundo sin barreras para el paso de todo tipo de información o de intereses, no hay que ser pardillos ni dejarnos manipular por los mensajes tóxicos que incitan al enfrentamiento.

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Las personas también se agrandan o se achican gracias a sus actos y comportamiento. Sobre todo, en los momentos decisivos. Cuando el bienestar y los derechos de millones de personas estaban en juego, la figura del Rey como jefe del Estado se ha agrandado considerablemente.

Una cosa es querer quedar bien con todo el mundo, sin arriesgarse ni mojarse; y otra, hacer lo que hay que hacer frente a una responsabilidad ineludible. En los momentos críticos que atravesamos, la figura de una institución como la monarquía parlamentaria, que acordamos los españoles en su día para recuperar las libertades, adquiere, mal que les pese a los republicanos, una dimensión extraordinaria.