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Agosto de 2004, como quien dice, ayer. Es el primer verano de Zapatero presidente del Gobierno y el primero también de Maragall como presidente de la Generalitat. El patrón del llaüt Niloco y el patrón de la bodega en la que cenarán ambos después les brindan una jornada náutica con salida desde el puerto de Mahón. Tiempos felices. España, a pesar del 11-M todavía caliente, va bien.

Plácida singladura, el mar acompaña, y ellos a lo suyo. Maragall, de pensamiento federalista, quiere un estatuto que sitúe a Cataluña en esa línea, más poder y, sobre todo, más apariencia de estructura estatal. La negociación comienza, de hecho, en un entorno de aguas serenas, es agosto y están en Menorca, periferia y calma, escenario ideal para hablar.

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Saben en el PSOE que la pinza Maragall-Guerra fue decisiva para birlar a Bono la secretaría general del PSOE un año antes y todos conocen que los favores en política son de ida y vuelta. Alguien viaja en el Niloco con la factura de aquella operación, es demasiado alta, porque los discretos acompañantes de la excursión náutica oyen y recuerdan las palabras de Zapatero en un momento en que el tono de la conversación superó la blanda monotonía de las olas, «No me toques los cojones, Pasqual».

Empieza a negociarse el nuevo Estatut, aquel que luego no votaría ni la mitad de los catalanes, que finalmente enmendó el Tribunal Constitucional y al que ahora apelan como origen del conflicto que ha degenerado en un referéndum chapuza, desórdenes suplementarios y episodios todavía por suceder que se barruntan poco amistosos. Se ignora el desenlance, pero conocemos el origen.

Solo aquel presidente de la alianza de las civilizaciones y mandangas por el estilo, el de la sonrisa bobalicona que luego cobraba a 35.000 euros el minuto por hablar de cosas de las que no entiende, podía amparar la aventura que estamos viviendo. Asusta su intermediación con Nicolás Maduro, que es la última andanza conocida de quien por el bien del orden local y mundial debería estarse quietecito, lo contrario que Rajoy.