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Las islas, con su territorio limitado, sufren en el terreno inmobiliario una presión que no se da en otras comunidades, como es la demanda de compradores de fuera, nacionales o extranjeros, que influyen en los precios. Menorca no es una excepción y en el segmento en el que más se nota ese interés es, en los últimos años, en el de las propiedades de lujo. Grandes fincas con terreno, casas señoriales cuyos precios se escriben con cifras de seis ceros, de entre un millón y siete millones de euros, señalan los profesionales del sector, algunas se dice que han llegado a 10, pero claro, son negocios confidenciales ante todo. Cada vez que una operación de compra-venta de estas características sale a la luz hay quien alerta de la posible invasión: en Mallorca de alemanes, aquí por ahora son los franceses los que han descubierto las posibilidades de Menorca y el amplio repertorio de fincas, algunas en buen estado y en explotación, otras sencillamente que se caen. ¿Preferimos entonces que lo que nos invada sea la maleza, las piedras desprendidas de las paredes secas, las pintadas de okupas puntuales o los trastos y basura que algunos aún desperdigan por el campo?

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El miedo comprensible es que se realicen obras que rompan con el entorno, pero ese se ha demostrado que no es el problema, porque restauran con gusto; otro temor es que se privaticen espacios, pasos hasta ahora públicos, pero para velar por los intereses generales y hacer cumplir la normativa, bastante restrictiva, están las administraciones. ¿Cuál es el problema entonces? Probablemente que sean ellos y no nosotros los que podamos comprar, invertir, rehabilitar, porque estamos lejos de competir en esa liga. Entonces, tan culpable es el supuesto invasor que compra arquitectura y trocitos de historia a golpe de talonario como quien la vende. Pero ambos están en su derecho.