Asumimos el hecho del abultado número de fallecidos entre la muerte por ahogamiento en una playa veraniega, en un río, en un embalse o en una piscina, pues no son muertes que lleven al personal al pánico colectivo, ya que se tienen como accidentes colaterales a la temporada estival. A las otras muertes en número muy inferior pero sin explicación, sin causa que lo justifique, y que en no pocas ocasiones el número de esos luctuosos episodios sí que desata la preocupación colectiva. Así pues, la cantidad de ahogamientos sí que por lo menos debería ser motivo para un análisis en profundidad, por ser el número de bañistas que se ahogan verdaderamente alarmante.
Hace solo unos días, se dieron siete casos en una sola jornada, repartidos entre los distintos escenarios donde vienen a suceder estas tragedias, con casos especialmente conmovedores, como aquél de un hombre y una mujer que mueren ahogados al intentar salvar a un perro que había caído en una especie de embolsamiento de agua, o la del niño que se ahoga en una piscina estando sus padres en la misma zona, o el de una señora, probablemente por que ignoraba como era la zona donde se estaba bañando y avanzó mar adentro confiada en que el agua apenas le llegaba a la cintura. De pronto se encontró que ésta la cubría por completa. A pesar de las circunstancias y de la diferencia entre sí, son casos entendibles. Por eso no hay un pánico colectivo por más que en agosto de 2016 se ahogaron 57 personas, con un total entre 2014 y 2016 de más de mil. En lo que va de 2017, es decir en los siete primeros meses de este año, han muerto ahogadas 305 personas, casi la mitad de los muertos por accidentes de tráfico, lo que supone una verdadera barbaridad que debería de causar al menos, una toma de conciencia colectiva. Las estadísticas son aterradores, pero a pesar de esa mortandad anunciada cada verano, las playas aparecen tan colapsadas de personal que no queda un hueco libre donde colocar otra toalla y otro bañista. Pero fíjense en la fiebre aviar o cualquiera de esas nuevas amenazas en que cada lustro nos aterrorizan. Si hubiera llegado a morir 57 personas en un mes, tengan por seguro que aquí no habríamos dejado un solo pollo con cabeza a lo largo y ancho del país.
Con esos datos, se llega a la conclusión que las muertes ajenas nos aterrorizan muy poco si conocemos las causas, mientras que bastan tres o cuatro muertes cuyo hecho diferencial se ha magnificado por la prensa urbi et orbe como debidas a una bacteria o un virus sin control, tengan por seguro que se iba a organizar un pánico colectivo. En algunos casos, esos pánicos estarían más que justificados, como en aquella pandemia de la injustamente llamada gripe española, sobre todo en Europa. De aquella catástrofe solo sabemos que causó más muertes que la primera guerra mundial que fueron 17 millones, y la mortífera gripe, causó entre 40 o 50 millones de víctimas. Fue en 1918. Dios lo quiera que jamás tengamos un acontecimiento de esa naturaleza.
Pero volviendo a las muertes por ahogamiento no podemos aceptarlas tampoco como la catástrofe anunciada de cada verano. Las autoridades y todos los que estamos directa o indirectamente implicados, deberíamos de tomar medidas para modificar el cero pánico que las mismas nos causan.