Esta lista de recomendaciones pasa por Barcelona. No estaba previsto que apareciera ahora Carmen Laforet (1921-2004), porque fue hace ya un año cuando descubrí «La insolación», una novela casi perfecta para todos los veranos y fue también hace un año cuando releí, «Nada», ganadora de la primera edición del premio Nadal, en 1944 y protagonista del cuarto artículo de esta serie para sumar un homenaje más a esta ciudad literaria y querida y a quienes la habitan. Elijo «Nada» porque su lectura, casi de adolescente, fue mi primer viaje imaginario a Barcelona, la ciudad solidaria y abierta al mar que hoy duele, pero no teme.
Mercè Rodoreda, con «La plaça del diamant»; Manuel Váquez Montalbán, con su detective Pepe Carvalho; Jaime Gil de Biedma, con sus versos; Juan Marsé, con sus «Últimas tardes con Teresa» o Eduardo Mendoza, con «La ciudad de los prodigios» son solo algunos de los autores y títulos que me vienen a la cabeza de la larga lista de escritores que han plasmado algún ángulo del alma de esta ciudad de acogida que también recibió a Miguel de Cervantes; así la definió Don Quijote: «Me pasé de claro a Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única; y aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin ella, solo por haberla visto».
Son tantos los autores que han escogido la lengua, las calles, las entrañas de Barcelona para hacer literatura que se podría escribir cada semana solo a partir de esos retratos, llantos o cantos, como el que Federico García Lorca dedicó a la Rambla y que ha circulado por las redes estos días de luto por las víctimas de la sinrazón de los fanáticos. «La calle más alegre del mundo, la calle donde viven juntas a la vez las cuatro estaciones del año, la única calle de la tierra que yo desearía que no se acabara nunca, rica en sonidos, abundante de brisas, hermosa de encuentros, antigua de sangre: Rambla de Barcelona», así la describió el poeta granadino en uno de sus discursos, en 1935, durante el éxito allí de Doña Rosita la Soltera o el lenguaje de las flores con la actriz Margarita Xirgu, en el que fue último estreno en vida del autor del que se cumplieron 81 años de su asesinato el día después de los atentados salvajes en Barcelona y Cambrils a manos de esos otros desalmados.
Pero, ya digo, mi primera Barcelona literaria e inolvidable es la de «Nada», de Carmen Laforet, una de esas narradoras que ya siempre acompañan. La Barcelona de posguerra es el escenario, con la calle de Aribau como epicentro, al que llega la protagonista, Andrea, que en primera persona nos va desvelando su aventura y su decepción en ese mundo de miseria, maltrato, hambre, secretos y largos pasillos de incertidumbre. Con ella caminamos por esas calles oscuras que dejó la guerra, gracias a un manejo de las descripciones brillante y a un estilo limpio y preciso.
Laforet escribió esta novela en tan solo ocho meses cuando tenía veintitrés años y con ella revolucionó y renovó la narrativa española de aquel momento. Pero no era fácil triunfar para una mujer —todavía no lo es— sin pagar un precio. Se casó casi a la par de su éxito con el crítico y editor Manuel Cerezales, con él tuvo cinco hijos y una ruptura final que se zanjó con un contrato en el que el exmarido exigía bajo firma que ella no escribiera nada relacionado con sus más de dos décadas de matrimonio. Nunca Laforet volvió a conocer el aplauso y tal vez tampoco el sosiego, ella misma dicen que se autodiagnosticó «grafofobia». Quedaron, por suerte, La insolación y algunos relatos, a salvo de todos y al lado de esta Nada, la obra más famosa de Laforet, un testimonio poético con Barcelona de fondo, que comienza así, también sin miedo:
«Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado y no me esperaba nadie.
Era la primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y con una sonrisa de asombro miraba la gran estación de Francia y los grupos que se formaban entre las personas que estaban aguardando el expreso y los que llegábamos con tres horas de retraso.
El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis ensueños por desconocida».
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