Afortunadamente en Menorca no hemos sufrido ninguna secuela relacionada con el vocablo de moda de este verano, la turismofobia. Se trata de una tendencia agresiva, violenta, practicada en Barcelona, Palma e incluso el País Vasco, eso sí, por una minoría extremista y radical que sin embargo puede tener su incidencia en futuras temporadas a partir del eco que se está haciendo la prensa internacional.
Sería del género estúpido dispararnos al pie de la industria que sostiene el empleo en la Isla y más riqueza genera entre el empresariado insular. Querámoslo o no somos prisioneros de un monocultivo económico que, en ocasiones, tiene como efectos colaterales la sobreocupación del territorio -¡qué decir de la carretera general o las playas vírgenes!- y el individualismo exacerbado que se relaciona en según qué casos con la explotación de los trabajadores del sector. Todo encaminado a obtener la máxima rentabilidad del entorno natural que nos diferencia del resto y atrae a la masas europeas.
En Barcelona, por ejemplo, la ciudad cosmopolita se está transformando en una urbe pensada, casi en exclusiva para el negocio, en lugar de mejorar las condiciones para quienes la habitan durante todo el año.
Los barrios de siempre ya sufren el avasallamiento de los visitantes gracias a los alquileres turísticos que, como consecuencia, están multiplicando los precios para quienes realmente los precisan. Y esa sí es una cuestión trascendental en la gran ciudad. La turismofobia, en todo caso, no aparece como una solución sino como una radicalización y propagación del problema. Quizás, en lo que a Menorca se refiere, sería más apropiado en aras a neutralizar el avance descontrolado del turismo que sobrepasa la capacidad sostenible de la que disponemos, debatir no ya cómo hacerlo.
Se trataría de profundizar en la recuperación del trabajo cualificado que aportarían aquellos jóvenes obligados a buscarse la vida en otros lares. En sentido inverso, ellos también sufren la turismofobia.