Saludábamos con optimismo las nuevas formas de hacer negocio, la tecnología, las ideas disruptivas -el término de moda, aquello que genera un cambio determinante en el modo de hacer las cosas-, las infinitas posibilidades que ofrece internet, y la economía colaborativa.
Celebrábamos las aplicaciones que nos facilitan la vida desde el teléfono móvil, un sinfín de actividades distintas surgen cada día, uno puede ahora más fácilmente gestionar sus bienes y sacar provecho de ello; algo que ya sucedía pero que ahora se multiplica y toma carácter planetario gracias a la red. Es una revolución profunda y estamos inmersos en ella. El mundo de la cultura, la música, el cine, los medios de comunicación, ya saben que la lucha es complicada y que más vale aliarse con internet y el modo que ahora tiene la gente de consumir que intentar frenarlo, pero es inevitable que los cambios generen resistencia, tal y como pasaba en los año 80 del pasado siglo con las industrias pesadas o los grandes astilleros que agonizaban.
Veíamos en Málaga, como ha sucedido antes en otras ciudades, las protestas de taxistas contra las redes de transporte Uber y Cabify, y vemos que el turismo de masas se desborda e invade destinos. No es un problema solo nuestro, hemos abaratado viajes y transporte, nos movemos con más facilidad: el viaje ha pasado de lujo a socializarse en Instagram, nos saturan y saturamos nosotros cuando visitamos Roma o Barcelona. Todos padecemos y ocasionamos molestias y queremos que también se reparta el negocio. El desafío es enorme, para políticos, legisladores y jueces ante posibles demandas. Regular es necesario pero ¿alguna vez prohibir ha detenido los cambios? Solo Airbnb ha duplicado en cuatro meses los anuncios de alquileres en Menorca, son ya más de tres mil ¿los perseguirán a todos?