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Deben ser manías, sentimentalismo, ocurrencias, tontunas o lo que le pasa a la vaca «que cuando no tiene otra cosa que hacer mata moscas con el rabo». Para el caso lo mío lo califico con la benevolencia de una vieja costumbre. Me explico: tengo en algún lugar de mi dacha, una estantería con una muestra que ya va siendo amplia de frasquitos de cristal de los que vienen con las trufas que utilizo en mis guisos, a los que he puesto una pegatina quedando anotada la procedencia, el lugar y la fecha. Dentro conservo herméticamente cerrado la tierra de los lugares donde he estado. Algún país tengo repetido, debe de ser que soy culo de mal asiento. Mi mujer me dice que me muevo más que un garbanzo en la boca de un viejo. El caso es que hoy he añadido un par de frasquitos con tierra africana, una tierra entre roja y negra, que solo Dios sabrá los años que llevaba al pie del Kilimanjaro. Un día se lo preguntaré, porqué la tierra habla si la sabe hacer hablar un ingeniero agrónomo. Yo solo pretendo no olvidar los lugares donde he descubierto que el mundo es una obra de arte hecha por Dios.