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Hay toda una teoría de comunicación no verbal sobre el manspreading o esa tendencia masculina a expandirse al tomar asiento y de la educación que se nos ha dado a las mujeres para que nos repleguemos sobre nosotras mismas. Es interesante, porque habla de la ocupación física del espacio y de cómo eso simbólicamente también se traslada a la esfera del poder. Se puede aplicar a mujeres y hombres pero también pasa entre personas del mismo sexo, porque hay dominantes y no tanto en cualquier género, y también hay mujeres que se expanden sin respeto a la burbuja privada de nadie y hombres que se acomodan sobre el vecino, aunque sea masculino. Son gestos que tienen su significado, o si no ¿por qué se debate tanto sobre los apretones de manos que propina Trump a otros presidentes en sus visitas oficiales?

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Dicho esto, aquí ya se ha empezado mal con la traducción del término como 'despatarre masculino', que suena a cachondeo. No es nueva tampoco la campaña que promueve el Ayuntamiento de Madrid para colocar iconos contra ese proceder en el transporte público -también, hay que recordar, para que la gente no ponga los pies en los asientos, para que use auriculares y no aporree a la gente con la mochila que lleva a la espalda-. Algunas ciudades estadounidenses ya lo hicieron antes. En realidad el problema viene al incidir en que es un comportamiento únicamente masculino -los hombres educados empiezan ya a rebotarse por ser señalados constantemente-, y al convertir un asunto de modales en una cuestión solo de género. Desparramarse sobre los demás en general es de pésima educación y punto. Hablar a un palmo de la cara de la gente, clavarle la mirada, ocupar con tu bolsón el asiento contiguo, compartir tu música con los compañeros de vagón, poner los pies en el asiento libre, el niño o niña que da patadas en los riñones del pasajero de delante en un avión, sin que sus padres le adviertan. Son cosas de urbanidad, algo que suena a antiguo, pero muy necesario para convivir.