Cuando vuelven los mosquitos, los bronceadores y el tren turístico, sabemos que la próxima estación está cerca. En nuestra pantalla se entremezclan tragedias y comedias sin solución de continuidad, aderezadas con algún melodrama y unos cuantos sainetes procedentes del campo de la política. No sabes si reír o llorar. Por la calle se agrava (y se grava) el aparcamiento, que con la ecotasa aumenta la recaudación para fines loables y distributivos. La protección del medio ambiente ha reculado por el «efecto Trump» de calentamiento global. Ya veremos hasta qué punto lo calienta todo.
La inseguridad se va instalando progresivamente en nuestras sociedades y ni siquiera estamos seguros de que la cosa tenga remedio. Casi todo ha quedado obsoleto. Puede que la obsolescencia esté programada o sea una improvisación forzada por las circunstancias. Pero el contraste entre una noche perfecta en Líthica, escuchando a Silvia Pérez Cruz «Vestida de nit» y otro atentado en Londres con su reguero de pánico y desolación, es demasiado brutal. La delgada línea que separa la vida y la muerte, la placidez de la desesperación, es demasiado delgada. Nos falta Carles Capdevila para ayudarnos a afrontar los grandes temas de la vida con una sonrisa inteligente. No olvidaremos sus cinco sentidos. Entre ellos el sentido del humor, que nos salva de la desesperanza y el mal humor frente a tantas toneladas de maldad, visceralidad y tontería.