España es un país de escarnio público, de apedreo en medio de la plaza, de pasear a los supuestamente culpables a lomos de bestias para recibir improperios o salivazos como se hacía en tiempos muy pretéritos. No siempre molesta -como tendría que hacerlo- la desgracia ajena, y la compasión brilla por su ausencia aunque en muchos casos resulte imposible dispensarla.
En Ciutadella el domingo de resurrección se escenifica una tradición de dudoso gusto que supone algo muy similar a ese ancestral escarnio público. Intenta explicarle al visitante ocasional que se trata de una costumbre inofensiva que pretende ser incluso simpática y verás el rictus de su rostro cuando advierta las cinco escopetas disparando a dos metros de un muñeco que representa a algo o a alguien. La tradición enriquece, aporta cultura e identifica a un pueblo para conocer de dónde viene y hacia dónde puede ir. En este caso resulta complicado encajar alguna de esas características y, en absoluto, pedagógico para los niños que lo presencian.
En Podemos, ese partido que pretendía descubrir al pueblo español una nueva forma de hacer política, aunque de momento no ha ido mucho más allá de alguna escenificación circense de cara a la galería, han sacado a la calle el denominado tramabús. En la carrocería del autocar de Pablo Iglesias aparecen pintados políticos, empresarios y periodistas salpicados o caídos de lleno en la corrupción. Sus 71 diputados en el congreso no les bastan para hacer nada más constructivo que el azote callejero a los corruptos, para los que no debe haber perdón, mezclando imputados con quienes no lo están, obviando, claro está, a los de su propio partido que también los tienen. A diferencia de Ciutadella, donde al menos los 'bujots' son impersonales, en el bus los rostros son identificables. ¿Formará parte de esa nueva arquitectura política la lapidación pública como siguiente paso?