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El complejo mundo del maridaje gastronómico es en ocasiones sorprendentemente sencillo. Tan es ello así, que surgió cuando ni siquiera habíamos caído en la cuenta de esos modismos gastronómicos de consensuar sabores y hasta estructuras diferentes y dimos en lo que muy bien podríamos llamar maridar, como cuando marido y mujer sobreviven a la fatiga amorosa que suelen dar los años de matrimonio, afortunadamente no a todo el mundo.

El pan marida tanto con otros productos que de él se ha llegado a decir, no sin razón, que «esto es más largo que un día sin pan» cuando algo funciona mal prolongadamente.

El queso y el pan de ordinario han formado pareja desde que ambos existen. Yo no me imagino una merienda, un desayuno o incluso un picoteo informal de un exquisito queso de la Cooperativa Ganadera Coinga, sin una rebanada de pan. Confieso que puedo pasar sin un vaso de tinto de buena familia y para el caso de añada pero para disfrutar de un semi o mejor aún, de un curado de Coinga, necesito pan, el cual resulta para mí una oportunidad de disfrutar comiendo. De antiguo viene lo que anuncia la sabiduría popular «con pan y queso se anda el camino».

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Es una gastronomía sin duda sencilla pero perfecta. Fíjense en esa industria curiosa entre los distintos y distantes que son el pan y el queso pues más aun parece que tengan que repelerse y es exactamente lo contrario. Un buen plat de figues y un oliaigua son también un maridaje extraño pero no hay en Menorca, desde quien vive en casa blasonada al sencillo y humilde jornalero, que no se le sonría los mofletes cuando se sienta en la mesa frente a este maridaje, que es para mí de los exquisitos logros de la gastronomía menorquina. El oliaigua es la madre de la caldera de langosta, en puridad, para mí tengo que una caldera con ese marisco es un oliaigua ilustrado.

Para cuando la matanza del cerdo (porquetjades), lo recuerdo con nostalgia. En casa ese día el desayuno era de los de no te menees. Se tenían un par de boniatos horneados que se reservaban, se sofreía carne magra del cerdo y unos trozos de hígado. Se reservaba. Luego se freía unas patatas. Una vez fritas se les añadía las magras y los trozos de hígado y el boniato cortado más o menos al diámetro de las patatas, se dejaba que dieran un par de vueltas en la sartén sobre un horno de leña y se servía en dos grandes bandejas de cerámica de Talavera que mi madre, Dios la tenga en su gloria, sólo sacaba cuando la ocasión se hacía necesidad. ¡Dios, qué maridaje!

Cuando los recuerdos me atropellan el alma, muy de tarde en tarde suelo hacer ese plato y algunos madrileños que lo han disfrutado me han dicho que en la industria del buen yantar no es menester más sabiduría.
¿Han visto ustedes algo más sencillo y que haga más fiesta, que un huevo y un vaso de aceite? Escanciado casi gota a gota, un corrito más o menos continuado, menos cosa que meada de gato, y de ese extraño maridaje sale la más perfecta emulsión que haya visto un cristiano bien nacido, la salsa mahonesa, jamás superada por salsa alguna.

¡Ah, los maridajes gloriosos! Cuánta felicidad gustativa y cuánta hambre han matado sin saber siquiera que estábamos comiendo obras de arte culinarias.