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Una joven sevillana llegó a Eivissa para trabajar en la limpieza de barcos y se instaló en un piso compartido, bueno, más bien realquiló una habitación en Sant Antoni. Viajó con tiempo, explica a la prensa de aquella isla, para buscar un sitio en el que alojarse con su perro Nano, por el que ahora ha sido noticia. Resulta que la han echado de la habitación que alquiló porque el perrillo, un bulldog francés -raza chata y gran roncadora-, 'respira fuerte' por las noches y molesta al resto de habitantes de la casa, o eso le han dicho antes de dejarla con su maleta y el can en la calle. No sin antes haber pagado fianza por el cuarto y el mes que corre, y aquí está el dato sangrante: 400 euros por una habitación, desconozco las dimensiones, y otros 400 de fianza, no por un piso entero sino por las cuatro paredes, y a compartir, el resto.

Por ese precio no solo estaba pagando con creces los ronquidos de su mascota sino que Nano podía incluso haberse dado al sonambulismo y hacer incursiones por la casa, digo yo. Hasta ese extremo -más lo que ya sabemos de alquileres de colchones y sofás-, ha llegado el problema del alquiler en la isla pitiusa, de tal modo el arrendatario tradicional, que requiere de cierta estabilidad y de unos precios razonables, ha sido desplazado por el suculento alquiler turístico, por semanas o por días.

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En Menorca más de mil propietarios alquilan a través de portales de internet, causante de la auténtica explosión de este negocio incluso para aquellos que no están en el sector pero que también quieren -y están en su derecho-, extraerle rendimiento. Una práctica habitual que a menor escala no generaba problemas pero que ahora toma dimensiones preocupantes, que añade unas 50.000 plazas a las hoteleras existentes y que expulsa al inquilino normal del mercado.

El control público debería dirigirse a hacer que al menos esas plazas tributen como el resto de negocios turísticos, distinguir a quienes pagan impuestos de los que no.