Londres, años 60. Ella se llamaba Anémona, medía 1,8O y pesaba 85 kilos. Fue ella la que me ligó a mí, pues nunca he frecuentado las señoritas más altas que mi menda y, sobre todo, con más volumen…
Dijo el primer día que yo era un hombre espiritual, y luego no cesaba de repetir versos de Lorca del «Romancero gitano» que yo le había regalado; versos que siempre han traído de culo a todas las francesitas, incluso a las maduras…
Era francesa, sí, de Córcega, donde sus padres eran ricos hoteleros, y una vez casados, ella ya me veía a mí de director general del grupo... Manejaba mucho dinero, había alquilado un piso en Camdem Town, y daba fiestas en su casa, lo que me evitaba exhibirla por ahí, y, a pesar de su tonelaje, bailaba de maravilla.
Llevábamos casi un años de relación, cuando sin previo aviso, se presentó en casa su madre, que desde el primer momento, para disgusto de la hija, dejó claro que de boda conmigo ella nanay del Paraguay.
Su madre era un real hembra, parecida a Bárbara Rey a sus 30 años, y sobre todo era muy francesa… Y para terminar con nuestro affaire, la madre ideó suplantarle a ella: una tarde de lluvia, hizo que la hija nos encontrara infraganti; mientras yo recogía mis cosas, se armó un guirigay a dos voces, la hija llamaba putana a su madre, la madre decía que putana quizá sí, pero no estúpida.
Ella me acompañó llorando hasta la puerta. Que no me olvidaría nunca, pero que el proyecto de director general había que anularlo…