Hace unas semanas andábamos enfurruñados porque el año nuevo acababa de llegar y al poco ya se nos habían ido al carajo todos los nuevos propósitos. Parece como si fuese ayer y en realidad el invierno ya está a punto de caer. La primavera se va desperezando poco a poco regalándonos una buena dosis de sol que los y las más valientes los usan para flirtear con la primera zambullida del año.
No ha sido un invierno duro, al menos no en cuanto a temperaturas. Nos ha servido para ir administrando fuerzas de cara a la que se nos avecina. Porque, para qué negarlo, el tiempo tiene un ritmo de vida tan frenético que desembarcará la primavera y el verano nos alcanzará cuando casi no hayamos empezado a desflorar las margaritas.
La vida corre muy rápido, demasiado, y los capítulos que nos regalan se nos solapan entremezclando los argumentos de varias escenas que nos obligan a improvisar a un ritmo vertiginoso para no quedarnos atrás en nada. Parece como si fuese ayer que despedíamos un verano largo, cálido y un pelín saturado. No llegará el mañana y ya estaremos inmersos en otro.
¿Habremos tenido tiempo para aprender y subsanar los errores? La verdad es que ni nos daremos cuenta y ya estaremos lamentándonos viendo como las hojas vuelven a caer, el viento toma las calles y el café de nuevo nos parece más bueno. Daremos la bienvenida al otoño entre compras de Navidad y villancicos que a veces parecen tan cansinos como si nunca hubiesen dejado de sonar.
La verdad es que si conseguimos rellenar la vida con momentos que valgan la pena, que estén a la altura de algo tan maravilloso como es la propia existencia, podremos sonreír satisfechos. Intentar que el tiempo vaya más lento es algo imposible, que de momento no está en nuestras manos. En cambio, la calidad y la cantidad de momentos con los que llenamos nuestro paso en este mundo sí lo está.
Es entonces cuando nos da igual lo que tarde en llegar la primavera o marcharse el invierno.