El Día Internacional de la Mujer se tiño el pasado día 8 de negro. El luto por las que ya no están, porque murieron víctimas de la violencia de género, machista, doméstica o como queramos renombrar el asesinato de ellas en manos de novios, maridos, parejas o excompañeros a los que un día quisieron, con los que incluso tuvieron hijos, ahora huérfanos y testigos del horror, niños con la infancia cercenada, marcada, si es que sobreviven, porque muchos también caen junto con sus madres. Y no se sabe hasta qué punto esas víctimas reproducirán en un futuro los roles aprendidos, convirtiéndose a su vez en posibles verdugos, una espiral que parece no tener fin.
Para hablar de feminicidio no hay que irse lejos, 2017 ha comenzado con las peores cifras de muertes por este tipo de violencia desde 2008; en febrero, solo en cuatro días fueron asesinadas cinco mujeres. ¿Qué está pasando? Ya no hay velitas suficientes, ya no valen los actos simbólicos, aquí hacen falta medidas serias, y no únicamente policías que velen para que se cumplan las órdenes de alejamiento, tampoco hay suficientes para vigilar cada hogar.
Se trabaja por un pacto de Estado contra estos crímenes y es más necesario que nunca. El día que tradicionalmente se conmemora como de lucha por derechos para la mujer, por la igualdad, el trabajo, la independencia económica, la capacidad de decidir por nosotras mismas se ha convertido en un clamor por lo fundamental, la vida. El 'miércoles negro' no servirá de nada si no se llega a la raíz del problema, a la educación, a enseñar el respeto por una misma; a desterrar los disfraces de lolitas sexy y animarlas en cambio a estudiar, a formarse; a recordales que todo lo logrado no ha sido gratis sino peleado palmo a palmo; a concienciarlas de que quien bien te quiere te hace reir, no llorar; y a los niños mostrarles que no serán más hombres por pegar y lastimar sino todo lo contrario, que la fuerza no da la razón, y que nadie es dueño de nadie.