Mañana es 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, dicen. Es decir, digo, día de reflexión y de reivindicación (en carne viva). Quería escribir los nombres y apellidos de las mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas sentimentales para pensar en cada persona aniquilada por el terrorismo machista, pero detesto el «en lo que va de año». ¿Por qué no recordar a las mujeres liquidadas el año anterior y el otro? ¿Por qué, además, solo se contabilizan las mujeres ejecutadas en la «intimidad»? ¿Por qué solo las asesinadas? ¿Quién hace recuento de las muertas en vida en esa telaraña de violencia que relincha en nuestras sociedades todavía en 2017? No, no voy a cifrar el dolor: prefiero caminar. El camino es también una conversación.
Este 8-M se multiplican las convocatorias porque permanecen las amenazas y se suman algunas nuevas, con tentáculos inabarcables y pelaje amarillo chillón. En Menorca, precisamente caminando y en silencio (y de blanco pacífico), se desarrollará mañana una marcha organizada por Hermagas de Luna: «Dones per la pau, la pau és el camí». La cita es a las 16 horas, en la Plaça de ses Micoles de Sant Lluís y el destino es el parque de Es Freginal de Maó, donde, a las 18 horas, se leerán los manifiestos y se sucederán distintas actuaciones (además de una chocolatada), para poder seguir caminando (todas) el 9 de marzo. Y el 10. Y ojalá que (todas) lo podamos hacer el 11. Y con suerte —y un pacto de Estado firme contra la violencia de género de una vez (por todas)—, también el día 12 (etcétera). Hay, además, llamadas al paro laboral y doméstico de las mujeres en todo el mundo, manifestaciones y hasta huelgas de hambre para tratar de visualizar la protesta. Hay, en 2017, motivos alarmantes (y salvajes), pero no parecen retumbar en los centros de poder. Y no podemos esperar: tenemos que ser más rápidas —los hay que viajan en autobuses tránsfobos y medievales—: no se puede bajar la guardia.
Tenemos que caminar más ligeras, soltar las amarras patriarcales que llevamos a los tobillos: nos han enseñado en nuestras casas y escuelas, desde niñas, a qué podíamos jugar y a qué no; cómo debíamos vestir y cómo no; a qué debíamos aspirar y a qué no; a qué edad (y hasta qué edad: cosa nunca cuestionada en los varones) teníamos que reproducirnos (porque sí, era la gran y exclusiva misión de las féminas) y cuándo teníamos que abandonar cualquier sueño/ambición profesional para tener ya la cabeza asentada en el regazo del sistema (porque no existe aún conciliación posible). Avanzamos, sí, pero vivimos todavía en lo que la filósofa Amelia Valcárcel llama «el espejismo de la igualdad»: la brecha salarial es también violencia, es violencia apartar a las mujeres de los resortes de poder, de autoridad y respeto, de la toma de decisiones en este planeta que se desconcha por una huella humana falta de humanidad.
Tenemos que ser más rápidas, caminar con menos lastre sí queremos adelantar al terrorismo machista: acechan sus dientes entre titulares en los que las mujeres son «halladas muertas»; entre anuncios publicitarios con el cuerpo de la mujer cosificado/sexualizado/explotado; en películas, videoclips y redes sociales, de nuevo, con la prohibición sobre el cuerpo de la mujer como objeto sobre el que dictar normas. La mujer, como objeto en lugar de como sujeto de la oración —el «conjunto de mujeres», sigue siendo hoy, en el diccionario de la Real Academia Española, «el sexo débil» y el «conjunto de hombres», el «sexo fuerte»: tras una petición masiva, la institución acaba de anunciar, en 2017, que en su próxima revisión añadirá a la entrada «sexo débil» una marca de uso, en la que se indicará que esa expresión se utiliza «con intención despectiva o discriminatoria»—; esa misma mujer es, en definitiva, la que caminará mañana (y pasado mañana), junto con todos los hombres feministas que, como ella, creen en la igualdad y los derechos humanos; esa misma mujer es la que cambiará el rumbo, la educación y las palabras, porque cambiando el lenguaje, cambiamos la realidad y para eso hace falta vivir atentas (y estar vivas): cada palabra puede ser otro paso hacia la paz.
Así, paso a paso, caminar hoy (y mañana), sin relajar el ritmo con el que caminaron tantas otras en el pasado: creando el camino con una educación igualitaria, diversa y libre y, sobre todo, crítica, porque irán transformándose los contextos y las tecnologías, pero solo con un espíritu crítico se podrá marchar a la par, de otro modo, seguirá el atasco histórico. Es, presiento, una marcha/conversación colectiva e imparable y el destino es valioso: un futuro, ya con los pies curtidos de tanto caminar juntos hasta vislumbrar una igualdad sin espejismos.