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Si el consumo es un instrumento al alcance individual para intentar cambiar cosas, imaginen cuando esa misma operación de compra alcanza cifras con muchos ceros, millonarias, como las que mueven las administraciones. Se convierte en una herramienta poderosa, campo en el que pastan los trepas y corruptos, pero que también puede, si se le da la vuelta, beneficiarnos a todos, a los ciudadanos que mantenemos con nuestros impuestos la maquinaria pública. Eso es lo que pretende la contratación socialmente responsable, un nombre farragoso pero que se traduce en poner condiciones a quienes opten a los contratos para que repercutan en favor de la sociedad, o simplemente se asegure el cumplimiento de derechos recogidos en la ley o se busque un determinado objetivo: ya sea la eficiencia energética, la creación de empleo para un segmento de la población, la no contaminación, o la vigilancia de que se compran productos procedentes de un comercio justo. Las posibilidades son muchas.

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Con la incorporación en los pliegos de condiciones de criterios de contratación responsable, no se darían situaciones como la denunciada a principios de este año en el aeropuerto, con retrasos en el cobro de las nóminas de las empleadas de limpieza; simplemente si una empresa no cumple las condiciones laborales mínimas, no paga a sus plantillas, o no salda sus facturas con las pequeñas subcontratas o autónomos con los que trabaja no debe cobrar de los fondos públicos.

Parece lógico que no financiemos con presupuesto de todos a contratistas cuyo beneficio pueda ir en contra de derechos básicos o del interés de la comunidad. De todo ello se hablará en una jornada temática este viernes en el Consell, para avanzar en ese modelo de contratación. Porque fijarse solo en comprar barato, a veces sale caro.