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Terminadas por fin las fiestas de Navidad, algunos se dan cuenta que han aumentado unos kilos. Expertos hay que afirman que en algunos casos se llegan a coger hasta 5 kilos y no me extraña porque más que comer, devoramos. Comemos como si fuéramos a morirnos al día siguiente, mientras lo justificamos pensando: «Para lo que me queda de estar en el convento, me cago dentro». Otros se dan cuenta que donde habían ciertas apreturas a la hora de vestirse, ahora hay unas lorzas, unas cartucheras, que parecen mentira que como quien no quiere la cosa, se han adosado a nuestro cuerpo en plan okupa por haber comido sin hambre y bebido sin sed. Total, que no nos queda otra que sacarnos el chándal que nos apretuja del armario dejándonos como si fuéramos una morcilla y a desgastar desaforados la zapatilla. Y lo curioso es lo que nos cuesta comprender cómo es posible que por cuatro comidas hayamos engordado de esa manera. Cuatro días engordando y dos meses para perder lo que hemos engordado. Y eso con un régimen espartano.

En todos los pueblos hay una ruta post fiesta a la que llaman, con razón, la ruta del colesterol. Es triste que en fiestas tan señaladas, algunas personas apenas les llega para poner en la mesa lo básico para no pasar hambre mientras en otras mesas, con la gula desordenada, se practica esa peligrosa filosofía de «antes reventar que sobre». Y no vayan a creer que no los hay que efectivamente lo consiguen haciendo buena esa verdad que «de grandes cenas están las sepulturas llenas».

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Hoy mismo he sacado a mi perrita Lluna a dar un garbeo y nos hemos ido por una vereda que el Ayuntamiento adecentó poniendo cemento impreso, árboles y algunos bancos siguiendo el discurrir del río, un lugar al que alguien, que soñando despierto, le empezó a llamar «el paseo marítimo» y de esta guisa se le conoce. Un eufemismo clonado de esa tontuna de soñar despierto.

Con las mismas nos ha adelantado una pareja, supongo que matrimonio, pero ya talluditos. Ella iba colorada como un pimiento colorado y echando unos resoplidos que hasta mi perrita Lluna se ha refugiado asustada entre mis piernas incapaz de comprender qué cosa era esa; y el hombre iba, aun si cabe, más a propósito para que le diera un infarto en cualquier momento, sudando como quien acaba de meterse al cuerpo un par de maratones.

Y digo yo, ¿no sería mucho mejor, o por lo menos más inteligente, comer y beber con la moderación de un día cualquiera?, en vez de ir echando el bofe por la boca, poniéndose a correr como quien va a apagar un fuego sin ningún tipo de preparación, cosa que no hacen nunca durante el año y de repente, como si les hubieran metido una guindilla picante por el culo, salen corriendo a todo meter y antes del medio kilómetro ya van candidatos perdidos a la parada cardíaca. ¡Pero almas de cántaro! Probar simplemente a salir andando, disfrutando de los meandros del río, alguna pareja de patos azulones o la liebre que se arranca hacia lo perdido y con buena suerte hasta la pareja de corzos que ha bajado a beber y si es en Menorca, camino de Sant Joan de Missa o de Son Marquet, viendo cómo l'amo después de ordeñar las vacas, las lleva al campo para que vayan comiendo pastura o inspirando el olor acre de un forraje recién liberado de su funda plastificada, el zorzal que a nuestro paso a levantado el culo de la mata lentisquera donde se atiborraba tranquilo de sus bayas ennegrecidas ya maduras, la tanca reverdeando con el trigo brillando por el rocío que dejó la noche. ¡Qué recuerdos dios… qué recuerdos!