Fátima Báñez, ministra de Empleo y Seguridad Social, reveló el lunes que el Gobierno se plantea medidas para la racionalización de horarios laborales que repercuta en el beneficio de la conciliación laboral y familiar de los trabajadores. El objetivo final es que la jornada concluya, como muy tarde, a las 18 horas. Esta demostrado estadísticamente que fomentar esa armonía entre horas de trabajo y de familia mejora la productividad.
Comenzar más pronto y comer en menos de 60 minutos para salir antes del lugar donde se pasa la mayor parte del día. La propuesta, a simple vista, no puede resultar más sugerente si consideramos la ventaja que supone contar con más tiempo para dedicárselo a uno mismo.
La racionalización horaria, no obstante, implicaría modificar hábitos tradicionales muy propios de los españoles que nos distinguen de la mayor parte de otras naciones europeas. Se trataría de adelantar la cena e irse a la cama más temprano, fundamentalmente.
Confieso que la emoción me embargó cuando escuché a la ministra explicarse con una determinación plausible para reabrir un debate que ya ha sido puesto sobre la mesa en otras ocasiones con dudosos resultados. Disponer de parte de la tarde para ir al gimnasio, tomar un café o un vinito con tranquilidad, hacer un curso, compartir espacio y tiempo con la familia, ver una película en casa, acomodarse con calma en el sofá para atender al partido de la Champions, o simplemente tener la opción de acogerse al dolce far niente, que dicen los italianos.
Esa emoción, no obstante, resultó efímera para los que, como el que suscribe -adscrito al gremio de periodistas- estamos sujetos a un horario con ciertas connotaciones religiosas, es decir, empezar a la hora que Dios manda y acabar a la hora que Dios quiera. Difícil, por tanto, que esa racionalización nos alcance, aunque sea una estupenda iniciativa para los demás.