La obligación de contar con un certificado de eficiencia energética de las viviendas, cuando éstas se ponen a la venta, deriva de una directiva comunitaria de 2002, posteriormente modificada en 2012 y que se incorpora a la normativa española en 2013 pero nosotros vamos en esto de la calificación energética tarde y mal.
Son muchos los propietarios que a estas alturas de la película no saben si las paredes de su morada son A, B o G, a no ser que un buen día decidan ponerla en el mercado y entonces se acuerden de Bruselas y de sus señorías los eurodiputados.
Es normal en los anuncios de compra-venta y de alquiler en países como Francia que el dato de la calificación energética aparezca junto al del número de habitaciones o la superficie del piso o casa en cuestión; aquí no, y ahora que la Conselleria de Energía se ha puesto seria en lo de controlar y poner sanciones los teléfonos de las inmobiliarias echan humo; hay que poner al día todas las propiedades que tienen en cartera si no quieren arriesgarse a una multa, aunque la capacidad inspectora se ponga en duda. Y en la mayoría de los casos los propietarios a los que llaman, a quienes desde luego el desconocimiento no exime de cumplir la norma, no tienen ni idea. Hasta ahora no se ha visto la necesidad de tramitar ese certificado y tampoco ha habido mucha información sobre el asunto, que es conocido en el sector pero no entre la población general.
Los propios agentes inmobiliarios admiten que dos tercios de las propiedades de que disponen no tienen el certificado. Pero la normativa no habla solo de venta sino también de arrendamiento, es decir, la calificación es exigible en contratos de alquiler. Lo cual puede distorsionar aún más ese mercado, muy condicionado ya por la actividad turística.