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Puede parecer de mal gusto dedicar la columna a la corrupción el día después de la investidura de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno. Pero el país no está para fiestas y no se puede obviar que mientras se producía el desenlace del drama, se estaba juzgando a los imputados de Gürtel y a los beneficiarios de las tarjetas negras, entre ellos a Rodrigo Rato, dos casos de los que el PP no está exento de responsabilidad. No sé si penal, pero responsabilidad política es evidente. El mismo partido sufrió en Ciutadella al equipo de Casasnovas (Brondo era el segundo de principio a fin), estratégicamente corrupto. Por eso, los líderes deberían disculparse (Rajoy tuvo ayer una nueva oportunidad) y sobre todo hacer propósito de enmienda.

El Gobierno en minoría y la necesidad de acuerdos es quizás una oportunidad para arrinconar las actitudes corruptas, conseguir que dejen de ser sistémicas, y demostrar que la economía puede funcionar sin necesidad de corrupción en los engranajes, lo que debería permitir reducir los impuestos.

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El resultado del largo proceso para llegar a formar gobierno hubiera podido ser mejor con un PSOE (el de Sánchez) más inteligente y práctico (en esto Rajoy es un crack). Si al final debía permitir la presidencia del PP con la abstención habría sido más útil negociar las condiciones y no esperar las cesiones. Ciudadanos ha cumplido en ese sentido. Y el pacto para acabar con la corrupción debería ser una de las prioridades. Antes y después de la investidura.

Es verdad que la corrupción afecta poco al sentido del voto de los españoles. Esa permisividad merece un análisis más a fondo. Solo se explica por una complicidad (¿quien no paga en negro si puede?) o por la ignorancia de las consecuencias. Sin obviar que la corrupción es inmoral e injusta.