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Esta es la frase que me gustaría que escucharan mis hijos, ya que a mí no me la dijeron. Todo lo contrario, los medios de comunicación, padres y amigos de padres nos decían con retintín «ala, al colegio!» y dejaban caer largos suspiros. Y los massmedia repiten, como este fin de semana, «la vuelta ineludible al colegio», y ofrecen la entrevista con un psicólogo comentando los efectos que tiene la vuelta después del verano de un niño, como la del padre al trabajo, igualita: depresión, lloros, malestar. Pero si lo único que alimentamos es la comunicación del disco roto en negativo «acaban las vacaciones y hay que ir al colegio» como si eso fuera una carga. ¡Qué narices! disco roto en positivo: «La vuelta al saber mola».

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A mi hija de 2 años le inculco la felicidad de ir a la escuela infantil-colegio porque allí seguirá aprendiendo cosas maravillosas que papá y mamá no alcanzan a enseñarle. Jugará con niños de su edad y, que tiene a su alcance todo el espacio y material para desarrollar habilidades y poder aplicarlas en casa. Me acuerdo de mi infancia cuando lloraba porque no quería despegarme por nada del mundo de mi madre. Ella hace treinta años tenía menos información de crianza y educación que yo. Por eso, no quiero repetir las mismas secuencias del pasado. A mi hija le enseño que es hermoso ir a la escuela. Siempre voy contenta, con una sonrisa, y con decisión, porque mi pequeña me imita ahora un montón y tengo la responsabilidad de intentar hacer bien las cosas, por lo menos con optimismo. Y lo mismo para ir a recogerla, siempre con una sonrisa.

Nos detenemos en su clase donde ella llena el espacio de contenidos todos los días con la ayuda de su maestra, y sus compañeros. Nos deleitamos, lo suficiente, en el trayecto de su clase al parking, porque, a Dios gracias, hay animalitos con los que entretenerse como los pavos reales, gallinas, gallos, conejos y tortugas al aire libre. Y poder saludar o despedir a otros niños de otras clases. ¡Un gustazo! Todos los días no es un camino de rosas, tiene sus rabietas que gestionamos de la mejor manera. Pero aparte de la construcción de su carácter, intentamos dar valor a las rutinas: darnos besos matutinos, hacer un desayuno agradable, vestirnos con la ropa limpia del día, peinarnos y perfumarnos, es todo un ritual a lo Viktor Frankl (cojamos solo la metáfora), como decía este neurólogo y psiquiatra austriaco que sobrevivió a varios campos de concentración, «es lo que nos hace sentirnos humanos y no perder nuestra identidad».