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La propuesta, aceptada por unanimidad (¡unanimidad!) en el Congreso. La edad –y la próstata de los diputados- había contribuido al milagro. Tras una reforma constitucional ultra rápida, se había dado finalmente con la solución. ¡Por fin la nación contaría con un gobierno y se evitarían las trigésimo primeras elecciones! Y es que la Cámara Baja no estaba para bromas. Sus señorías –envejecidas- ofrecían un espectáculo lúgubre y desolador… «¿Cuándo comenzó esto?» –le preguntaba un diputado a otro-. «Allá por el 2016, creo recordar» –le contestaba el interpelado-. Las cosas habían, ciertamente, cambiado. Así, la podemita Carolina Bescansa ya no sostenía en brazos a su hijo en el escaño, sino que era el hijo quien hacía lo propio con su madre. Algunos representantes del pueblo llevaban pañales (por lo de la incontinencia) y, los más afortunados, bastón. Tardà se había quedado calvo (y eso -¡natural!- le restaba algo de ferocidad) y otro tanto le había ocurrido a Pablo, el macho omega de los círculos y mareas varias. Pedro pronunciaba el «no» con esmero por temor a que se le cayera su dentadura postiza. Albert no sabía a ciencia cierta dónde estaba (aunque esto, por otra parte, no constituía novedad alguna). Y Mariano, aun en funciones, se desplazaba de su asiento a la tribuna con caminador.

«¿Para cuándo un gobierno?» –susurraba uno-. «¿Qué gobierno?» –respondía otro-. «¿O no estamos en el Bernabeu?»…

Por eso y por otras razones escatológicas, se había aceptado la esperpéntica solución. A falta de acuerdos (más de quince años de interinidad gubernamental enervan a cualquiera), el Gobierno se formaría por bolas… A saber: se suprimiría el sorteo de Navidad a la vieja usanza y el destino determinaría la presidencia del Gobierno y la titularidad de los ministerios y altas instancias estatales. En ocho bombos nuevos se habían introducido, por una parte, los nombres, cifrados, de los 36.518.100 electores y en otros, los cargos a otorgar… En el Teatro Real no cabía ni un alfiler en aquel histórico 22 de diciembre…

Los niños/las niñas de Ildefonso (la santidad se había suprimido por la laicidad del estado) comenzaron con su tarea…

- Don Justito Álvarez –cantaba uno, dejando después pausa dramática-.

- Senador… -recitaba otro niño, con cantarina voz-.

- Doña Manuela Desgracia Asegurada…

- Diputada…

Algunos presenciaban el evento con crucifijos, rezando, para que, en esa ocasión, ese gordo no les tocara…

- Armando Bronca Segura…

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- Ministro del Interior…

- Máximo Borrego de España…

- Ministro de Educación…

Mientras tanto, incluso los ateos encendían cirios para que pasaran de ellos los premios pendientes… Los índices de audiencia petaban en las cadenas televisivas y las risas europeas cruzaban los Pirineos…

El clímax aumentaba, pero llegó al paroxismo cuando surgió del bombo un nombre conocido…

- Don Carles Puigdemont… Presidente del Tribunal Constitucional…

El tiempo transcurría lento… El silencio que reinaba en España era sepulcral… Nadie osaba mover un dedo… Aún quedaba, efectivamente, el Premio Gordo…

Las bolas iban cayendo… Los bombos se agitaban, nerviosos, conscientes de que, en sus vientres, anidaba el futuro del país… Los niños y niñas de Ildefonso soñaban en que, en el caso de dar la Presidencia, el nuevo les concediera, por lo menos, una dirección general… Y las liras se iban desnudando haciendo presagiar que el juego iba a terminar…

Pero rara vez se huye del destino, del mal de ojo… Inesperadamente, uno de los bombos, de nueva fabricación, se desplomó sobre el suelo y las bolas, liberadas, se esparcieron por el salón. El sorteo fue declarado nulo. De lo que muchos se alegraron. Especialmente el sr. Puigdemont…

A la salida del Teatro Real, los españolitos de a pie convinieron en que, inexorablemente, iban hacia unas trigésimo segundas elecciones, ya que aquí, al parecer, no se formaba gobierno ni por pelotas