Vuelvo a la finca Mongofre Nou después de años de no visitarla. Me ha invitado Josep Rosselló Rubió, nieto de Fernando Rubió i Tudurí, el mecenas que la adquirió y reformó con planos de su hermano Nicolau. Compruebo que el tiempo ha pasado inexorablemente por aquí, además de los administradores que sucedieron a don Fernando, es decir, la Fundación Rubió Tudurí Andrómaco y recientemente un arrendatario extranjero que aún no ha tenido tiempo de dejar su impronta en la hermosa hacienda. Compruebo asimismo que no se ha tocado apenas nada; los retratos de don Fernando siguen recibiendo al visitante en sus marcos de plata, ya desde el hall, atiborrado como siempre de recuerdos de toda una vida; los animales disecados siguen amenazando al invitado con sus muecas felinas, su inmovilidad obligada, masiva en el caso de los rinocerontes o los colmillos de elefante; los cuadros de Pere Pruna siguen exhibiendo al fundador de la saga en su pose hierática, como posaban los reyes para Velázquez, y ni siquiera los perros de caza se han movido de las pinturas, ni las tropas retratadas por Chiesa han terminado de desfilar ante la explanada de San Felipe. Parece un mundo estático, inmutable; pero en seguida me doy cuenta del engaño, porque me invade la nostalgia. Faltan los criados enguantados de blanco que se mantenían erguidos en un rincón del comedor, falta don Victori y otros contertulios habituales ante los que don Fernando, cuando no quería oír, decía: «No oigo nada». Y es que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Falta la esposa desdibujada en las sombras y con acento francés, la cortesía esmerada del cura habitual, el senyor Guillem Coll, la presencia omnímoda del mayordomo Román, la sonrisa lejana del cocinero Pepe, que se fue para el otro mundo con la misma sangre que su patrono.
Les coses senzilles
Los sueños de un hombre
05/09/16 0:00
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