Joan fumaba un fino cigarrito de liar apoyado en su coche, en la estación marítima de Maó, mientras veía el ferry partiendo para Barcelona. Era el primer día del mes de septiembre, y aunque aún quedaba la traca final de algarabía que suponen en Menorca las fiestas de la Mare de Deu de Gràcia, a Joan ya le olía a final de verano.
Joan dio otra larga calada, cerró los ojos, y aspiró con fuerza para fijar en su cerebro las visitas de sus amigos, los olores de playa y barbacoa, de arroces y karaoke, de caminatas de madrugada por el Camí de Cavalls, de cenas que debían ser románticas y acababan convirtiéndose en mesa para seis, o para ocho. Los olores de los paseos en barca buscando los rincones donde Menorca estuviera un poquitín menos llena. Del partidillo de baloncesto donde cada año el triunfo mayor es que nadie se lesione. De una pomada fresquita mientras pincha música el dj Bass. De los niños jugando en la piscina, de los mayores bebiendo una cerveza. El olor a lima de un mojito, y a la sandía recién cortada para llevar al playa.
Joan quería guardar un instante más los abrazos dados, las risas compartidas, las nuevas experiencias que siempre surgen, aunque el grupo sea el mismo. Porque a Joan no le interesan los amigos de Facebook, ni siquiera tiene, lo que realmente le interesa es oler la vida y masticarla con intensidad con los suyos. Y pensó, que como pasa cada verano, se hizo tarde demasiado pronto.
Todos tenemos una duración finita. Y tomar consciencia de que nuestros años no son infinitos, lejos de deprimirnos, nos tendría que servir para masticar lo bueno muy despacio y para aprender a relativizar lo malo. Bueno, esa debería ser la idea, pero tampoco vamos a ir ahora del mismo rollo que el escritor Jorge Bukay y sus cansinos libros de autoayuda. Con cariño Jorge, no te ofendas.
2 Lo que es obvio, queridos lectores, es que cuando estamos a gusto, tranquilos, disfrutando, el tiempo vuela a la velocidad de la luz. Y que, por el contrario, cuando nos aburrimos o sufrimos, el tiempo se torna pesado como el plomo y los minutos no pasan nunca. Dicen que eso es la percepción subjetiva del tiempo, donde, dependiendo de una serie de factores, una hora nos puede parece un segundo, o un día nos puede parecer un mes entero. A mí, por ejemplo, diez segundos de Telecinco, o el breve mensaje oficial de cualquier gobierno, me parecen una eternidad.
A Joan el verano se le fue como una flecha. Y aunque escondía un cierto halo de tristeza, también le apetecía volver su isla de otoño. A esa isla que huele a libros de texto para su hijo pequeño. A plastilina. A estuche nuevo de rotuladores. A vaso de leche con galletas antes de correr hacia el cole. A actividad extraescolar. A que se acercan días más cortos y noches más largas. Olía también a una vuelta a la rutina, a los platos de cuchara, a los paseos por Pou Nou, a las películas con pizzas del viernes noche, a estufa de leña y patio recogido. A buenos compañeros de trabajo y a un ocio más pausado con su gente de aquí. Y deseo también que oliera pronto a lluvia y tierra mojada, porque la sequía estaba castigando la isla con severidad.
Joan apagó el cigarro y cuando iba a entrar en su coche le llegó un wasap. Era de su amigo César, que desde el barco destino a Barcelona le puso: «ya queda menos para la próxima». Joan esbozó una sonrisa que le duro todo el día, y que intentará alargar, porqué no, todo lo que pueda. Sigan disfrutando. Feliz jueves.
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