La economía de Menorca ha registrado, entre 2000 y 2012, un crecimiento de un escaso 0,3 por ciento, con varios ejercicios negativos, mientras el bienestar ha disminuido un 24,6 por ciento. O sea, no hemos sabido traducir este raquítico crecimiento en una mejora global de la Isla.
La renta per cápita de Menorca ha pasado de 24.644 euros de bienes y servicios en 2000 a 18.590 euros en 2012. Somos más pobres que mallorquines e ibicencos, que la media de españoles y de europeos. A la deriva, hemos perdido competitividad y la productividad ha evolucionado negativamente, con la consiguiente caída del PIB insular.
Cuando Tomàs Serra relata y disecciona la «agonía de la economía menorquina» y Antoni Riera advierte que Menorca ha entrado, por su inercia, en un círculo vicioso en el que la economía no crece ni tampoco crea bienestar, es el momento de preguntarnos en voz alta qué hemos hecho mal.
Somos Reserva de Biosfera, la isla de Balears con más territorio protegido, aspiramos a ser Patrimonio de la Humanidad con la Menorca Talayótica, pero seguimos sin un modelo propio al ser incapaces de ponernos de acuerdo. Porque la cuestión no son los recursos que atesoramos, sino la inteligencia para aprovecharlos.
No todo crecimiento es positivo, porque si no genera bienestar, como nos ocurre, no es beneficioso. Tampoco es el momento de apostar por el decrecimiento o el crecimiento cero, como exigen algunos, sino por otra vía menorquina de desarrollo, en la línea de lo que propugnan, desde perspectivas diferentes, por Mariona Carulla y Laurent Morel-Ruymen en el ciclo (re)pensar Menorca.
Un modelo de calidad y excelencia, basado más en visitantes que en turistas; en más empresarios locales que mayoristas y turoperadores foráneos; menos dudas y más unidad de acción y seguridad jurídica. En caso contrario, ya estamos muriendo de éxito.
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