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Fue hace años en Madrid, donde permanecí dos meses realizando oposiciones, cuando me di cuenta de que a los isleños nos condiciona la visión del mar. Un día me fui a visitar el Pardo, que además del palacio desde donde gobernaba Franco es un pueblo la mar de pintoresco. Me asomé a la llanura y gocé de la panorámica de la meseta castellana, recordando las palabras de Unamuno y otros escritores del 98 que recurrían entre bromas y veras al dicho: «¡Ancha es Castilla!». Castilla era tan ancha que no se veía el fin de la planicie. A lo lejos, el cielo se confundía con la tierra en una franja azulada, y yo me dije que aquello debía de ser el mar. No lo era, claro está; el mar estaba mucho más lejos. Aquella noche me fui a un cabaret y salieron unas cuantas mocitas con sombreros a rayas vistosas y poca ropa más a cantar que la mar está fresquíbiri y da mucho gustíbiri. Entonces volví a pensar que no sabemos apreciar lo que tenemos hasta que lo perdemos.

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El otro día me fui caminando desde Cala Galdana, una playa hermosa situada en la confluencia de los términos de Ciutadella y Ferreries, hasta Macarella, otra playa idílica de la costa sur de Menorca. El sendero va bordeando la costa bajo un toldo de pinos y encinas, entre el siseo del viento y el canto de los grillos, recorrido por los amantes del camino de caballos y algún que otro turista perdido. El mar aparecía liso, azul, como el que creí ver desde la meseta castellana, pintado sobre un cielo resplandeciente. No se me apareció ningún ogro mañanero, ni tampoco ningún hada buena o mala, ni príncipe o princesa alguno que saliera del amor de les tres taronges. Eso fue una verdadera lástima. Tampoco me salió al paso ningún señor celoso de sus posesiones armado con una tranca, ni ningún empresario turístico sirviéndose de los correspondientes planos para urbanizar a modo de paño de lágrimas. Fue, por otro lado, un paseo de lo más ecológico, pueden dar fe de ello las ampollas que me salieron en los pies. El aparcamiento, todo hay que decirlo, estaba cerrado desde primera hora de la mañana; es el precio que hay que pagar por la virginidad de playas como esta, que están atiborradas de visitantes dispuestos a desvirgarlas. Algunos de estos visitantes, pocos, se aventuran por los caminos rurales, donde sudan la gota gorda para ir a contemplar los monumentos megalíticos de la Isla, pero los más saben, como las coristas del cabaret, que la mar está fresquíbiri y que da 'un montón' de gustíbiri.