A 4.000 metros de altura el mundo no se ve más pequeño pero sí que respirar se hace más difícil. Te estoy escribiendo, amigo lector, desde la isla de Amantaní, un pedazo de roca en el lago Titicaca, en Perú, de siete kilómetros de diámetro y donde alucinan con un ordenador. Un lugar tan recóndito que hace apenas unos años que se decidieron por acoger turistas, me explica Justiniano, el cabeza de la familia que me ha acogido en su hogar, porque «cuando veían gringos rubios les entraba el miedo o no sabían qué comían». Qué maravilloso es el planeta.
En Amantaní viven 4.400 personas repartidas en 10 comunidades. No tienen Policía y las disputas, que suelen ser habituales y por motivos de herencias, de tierras y por líos de falda, los resuelve el juez de la isla. No hay nada que hacer en la isla salvo contemplar la majestuosidad del Titicaca que es tan grande que parece un mar. El hecho de ver a lo lejos otras islas o península te recuerda que estás en un lago. Por no haber, no hay ni trabajo, se queja Justiniano, por lo que su comunidad ha tenido que aprender a vivir del turismo. No porque les guste sino por cuestión de progreso, más que de supervivencia.
La comunidad ha diseñado un sistema para acoger turistas que beneficia a todos. Hay una rueda que permite a cada familia acoger una vez al mes un máximo de 10 turistas a los que alimenta y da cobijo a cambio de 45 soles, unos 15 euros. «Hay quien lo lleva mejor y quien lo lleva peor», admite mi anfitrión, bastante resignado. Más de una hora y media de charla con él me demuestra que le gusta porque así conoce otros lugares del planeta.
«¿Y ustedes, si viven en una isla, cómo recolectan el agua para beber?», pregunta preocupado y me desvela que lo que más desearía para 'su' isla sería un sistema de alumbrado público para los caminos –que no calles- que hay en las comunidades. Hay tan poca luz en esta isla que mirando al cielo tengo la sensación de que no estoy en el mismo planeta.
Le cuento a qué me dedico, el hecho de que he creado mi propia empresa de comunicación y que no aspiro a que sea muy grande. «Las cosas grandes traen problemas grandes, las pequeñas, problemas pequeños», es la reflexión que se queda sobre la mesa. Como la vida, que nos complicamos nosotros mismos. Mientras yo aporreo este artículo y me pregunto cómo lo voy a enviar por email desde una isla que no tiene ni teléfono, Justiniano sonríe complaciente sin saber qué puñetas es Internet. En fin…
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