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Lenin decía que una mentira puede ser un arma revolucionaria. Y tanto que sí. Y pudo muy bien haber añadido que hay mentiras que cual Cariátides en la acrópolis de Atenas soportan toda una legislatura que también pesa lo suyo después de haber servido para ganar unas elecciones. 

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Si fuera cosa cierta que un partido ganador se hubiera financiado fraudulentamente las campañas electorales, a mí la verdad me cuesta no poco creer que un partido democrático, con una aureola de honradez, se ponga todo lo que eso significa por montera, vendiéndolo por el plato de lentejas del efímero poder gubernamental. Si fuera verdad que algunos de nuestros políticos son  miembros aventajados del bandolerismo político con sede en la carrera de san Jerónimo, a un servidor que siempre creyó en la honestidad del político, se le estarían empezando a caer los palos del sombrajo donde cobijaba mi credulidad. 

No sé a quién se lo oí decir: «todos nacemos con honra pero son muy pocos los que mueren con ella». Si eso se lo aplicamos a quienes desde la nada alcanzan altas cotas de poder político, la cantidad puede que no pasara de simbólica. Nacer honrado viene de fábrica pero empezar a echarle peonadas a la vida y hacerlo hasta la jubilación honradamente es cosa muy distinta, sobre todo según en qué clases de tajos se gana uno el plato de garbanzos.