Un amigo (concretamente el profesor Rodel) me comentaba hace tiempo un suceso que sigo rumiando desde entonces de manera intermitente. Les aseguro que a pesar de que los detalles sean algo imprecisos - mi memoria es volátil-, la noticia es real (Rodel es excéntrico, sí, pero dice siempre la verdad; de hecho posiblemente sea ese el rasgo más distintivo de su extravagancia):
Sucedió que dos subsaharianos (nigerianos, puede que guineanos, compañeros de miseria en todo caso) se encontraban (extrañamente) en un bar de algún suburbio de Bombay o Delhi discutiendo sobre un tema vital: Messi/Ronaldo. Quizás dilucidaban quién la golpea mejor en los tiros libres o cuál de ellos conseguirá el pichichi (o como quiera que se llame ese impagable título nobiliario en Africa). El caso es que no llegaron a un acuerdo. En la áspera refriega que se desencadenó, uno de ellos mató al otro.
Tanto el escenario como las consecuencias de tan alucinante despropósito son perfectamente enmarcables en el ámbito de lo patético. Si los hechos no constituyeran una tragedia, los valoraría a bote pronto como la manera más imbécil de dilapidar el último aliento defendiendo a alguien que te ignora; alguien a quien tu vida le resbala de la manera más descomunal que imaginarse pueda; alguien a quien preocupa infinitamente más cualquier asunto que ataña a su Lamborghini que tus irrelevantes cuitas en este valle (de lágrimas o de rosas y miel, según el lado de la red donde suela botar tu pelota).
Pero contrariamente a esa primera impresión, las hemerotecas nos enseñan que esta pareja de desdichados no han inventado nada. La respuesta a la inquietante cuestión de si se puede ser más infelíz tiene una respuesta clara: sí, se puede. Quienes, en medio de una celebración consistente en un intercambio de trompadas, tiraron al cauce del Manzaneres el cuerpo agonizante de un hincha del equipo contrario no tenían nada que aprender de la pareja de amigos subsaharianos.
De hecho, desde que la especie a la que pertenecemos se dotó de escalafón social, no faltaron los animosos dispuestos a batallar hasta la muerte defendiendo intereses ajenos envueltos en vistosos celofanes en forma de litigios sucesorios, de combate sin cuartel al hereje u otros tipos de dudosas conquistas.
A un nivel menos oneroso para el sufridor, encontraríamos miles de individuos dispuestos a defender a gritos el logo de su partido político de toda la vida aunque las evidencias de manipulación y engaño llenaran un contenedor del doce. Muchos preferirán hacerse los locos o apuntarse a una teoría conspirativa antes de reconocer que habían sido traicionados en su buena fe por quienes, siendo los suyos, le habían dado gato por liebre.
Sostengo que una cosa es ser indulgente con los demás, como cuando mantenemos en sordina la constatación de flaquezas (como el endiosamiento) en las celébritis deportivas, artísticas, mediáticas o políticas de nuestra cuerda y otra cosa muy diferente es hacer el canelo dando el visto bueno a lo miserable.
Poco hay más valioso (si no me engaño) que nuestra capacidad de pensar por nosotros mismos y de ser congruentes con lo que nos diga nuestro propio magín.
En la fecha en que esto escribo no parece imposible que pronto nuestros primeros espadas nos pidan de nuevo que les creamos; que esta vez -dirán- nos lo prometen por el niño Jesus; que solo tenemos que confiarles de nuevo la papeleta y ellos nos entregarán sus afanes.
Sostengo que la preocupación que sienten por nuestros asuntos los aspirantes al título de primer ministro se parece más a la de Piqué por los catalanes madrugadores, (o a la de Inocencio X por los pobres o a la de Felipe el Hermoso por sus súbditos), que a la de usted ,querido lector, y la mía propia por nuestras respectivas familias (como es lógico, por otra parte).
En consecuencia propongo, en caso de que nos obliguen a volver a las urnas, un vistoso corte de mangas para aquellos a quienes se les ha visto el plumero apenas ha soplado un poco de brisa (no todos han patinado en igual medida).
Y que los Messis y los Ronaldos se apañen entre ellos por su lado.