Escribo asqueado con el mundo en general y con la raza humana en particular. Abatido, una vez más, por la barbarie que nos rodea y que nos golpea unas veces más cerca que otras. Escribo con un principio de resignación crónico con tintes de irreversible porque nada de lo que veo me invita a pensar lo contrario. El mundo se está yendo a la mierda y el ser humano, en lugar de achicar, se empeña en el auto sabotaje importándole un carajo el aquí y el ahora e hipotecando su futuro con un presente miserable que adultera como quiere.
Hablo del terrorismo, del maldito terrorismo. Del terrorismo que mata en el tercer, en el segundo y en el primer mundo. Hablo de la barbarie más simple y a la vez más aterradora, aquella que mata sin más motivo que el de causar el dolor, la destrucción, la desesperación… De aquel que roza el orgasmo apuntando con su arma a un indefenso o el que alcanza el clímax sesgando miles de vidas apretando un simple botón que activa una bomba que cae a miles de kilómetros y que no sabe si alcanza a un inocente o a un culpable. Pero, ¿quién es inocente y quién es culpable? Nos acusamos unos y otros mientras problemas como el de los refugiados se ven condenados por la rabia. Y se ahogan ellos mientras también se ahoga nuestra condición humana.
Aporreo las teclas de mi ordenador rodeado de una especie de resignación que intenta hacerme de escudo ante todo lo que está pasando. Que un descerebrado se inmole en Turquía, Kenia, Siria o Bruselas ya lo vemos como algo normal, algo lógico. Como lógico vemos el hecho de contraatacar cualquier adversidad soltándole al enemigo de turno una ración de misiles que ahonda más el problema. Una especie de y tú más macabro que no lleva a ningún lugar y a ninguna solución.
Respiro un aire que cada vez veo menos mío porque el temor de que alguien decida matar por mí o matarme a mí en nombre de otro me coacciona hasta el punto de robarme la libertad que debería tener cualquier individuo. Y maldigo el momento en el que empezó todo. Cuando el egoísmo alimentó la locura con un odio visceral que nos cegó en algo tan sencillo como entender que la vida está hecha para vivir y dejar vivir.