A veces las matemáticas y el corazón discuten, se pelean y al final se acaban reconciliando sin necesidad de pegarse uno de esos revolcones que todo lo curan y todo lo entierran. Un tiempo al menos. Sucede que la razón y la ilusión tropiezan el uno con el otro porque en el fondo, a ratos, no se tragan. Si yo ahora te digo, amigo lector, que 42 kilómetros son más largos que 185 pensarás que soy un ejemplo más del fracaso escolar que impera en este país. A ver si te convenzo.
Este domingo correré, o lo intentaré al menos, la maratón de Barcelona con cada uno de sus 42.195 metros, zancada arriba, zancada abajo. Y no las tengo todas conmigo de acabar. Soy un runner del montón, de los que entrena poco y mal y de los que no duda en apuntarse a una carrera si el corazón convence a la razón de que la distancia de la misma es algo secundario.
En mi currículum aventurero brilla el hecho de haber acabado y sobrevivido a la vuelta a Menorca en 2013 con sus 185 kilómetros. Tirando de la razón, 42 kilómetros están chupados si has hecho 185 en algún momento, o al menos eso es lo que me ha argumentado más de un amigo. Y no le falta razón.
Pero estoy acojonado. No es lo mismo correr por el Camí de Cavalls que hacerlo por las calles de Barcelona. No puedes comparar Macarella, S'Hort des Lleó o Cala Tortuga con la calle Diagonal, Plaça Catalunya o el Camp Nou. Es más fácil que la mente se distraiga trotando en calas y entre plantas que quemando zapatilla sobre el asfalto. Aunque te reconozco que es un privilegio que te cierren las calles de una ciudad como Barcelona, al principio te comentaba que las matemáticas y la pasión tienen sus tiras y aflojas.
No sé si a estas alturas te habré convencido de que 42 kilómetros son más largos que 185 pero de lo que no me cabe ninguna duda es de que a veces el corazón tiene razones que la razón no entiende. Y eso lo puede todo. En las carreras y en la vida.