«Todo cirujano lleva en su interior un pequeño cementerio al que acude a rezar de vez en cuando, un lugar lleno de amargura y pesar, en el que debe buscar explicación a sus fracasos».
Con esta cita de René Lariche («La filosofía de la cirugía», 1951), se abre el extraordinario libro del neurocirujano inglés Henry Marsh «Ante todo no hagas daño», que acaba de publicar la editorial Salamandra. La frase, atribuida a Hipócrates («primum non nocere»), resume el principio médico capital, que también podría compendiarse con una sentencia apócrifa: «Curar cuando se pueda, aliviar a menudo, consolar siempre». Así lo entiende un cirujano que ya en la primera página nos sorprende por su sinceridad autocrítica y capta nuestra atención: «A menudo me veo obligado a hurgar en el cerebro y eso es algo que detesto hacer…».
Fracasos, horror al propio trabajo… ¿Y qué hay del arte médico, la vocación, el sacerdocio de la bata blanca, el ser todopoderoso a quien confías tu cuerpo y en ocasiones tu vida?, puede que se pregunten los lectores laicos que se acerquen al impresionante documento vital del doctor Marsh, una eminencia mundial de la neurocirugía quien no vacila en aventar sus miedos, su pánico ocasional cuando las cosas se tuercen y sobre todo se sincera con sus fracasos: «Cuando te acercas a un paciente al que has lisiado, da la sensación de que haya un campo de fuerzas empujándote, resistiéndose a tus intentos de abrir la puerta de la habitación en la que yace esta persona y cuyo picaporte parece de plomo; un campo de fuerzas que pretende apartarte de la cama del paciente y que se opone a tus intentos de esbozar una sonrisa vacilante…».
Pero no solo se mortifica el doctor Marsh en el quirófano pues la consulta de un neurocirujano no es menos dramática, como explica él mismo: «Sé que estarán aguardando en el exterior de la consulta, en la oscura y deprimente sala de espera, muertos de angustia, a que les dé mi veredicto. Unas veces puedo tranquilizarlos diciéndoles que nada ha cambiado; otras, que el escáner muestra que el tumor ha crecido. La muerte está acechándolos, y yo trato de esconder esa figura oscura que se acerca lentamente hacia ellos, o al menos de disfrazarla. Tengo que elegir mis palabras con muchísima cautela». Un buen tema de reflexión en esta época ansiosa de transparencia total…
Guardando las debidas distancias, buena parte del relato del doctor Marsh lo podemos compartir los cirujanos menores que en épocas no tan tecnificadas y seguras hemos sufrido el mismo colapso emocional ante la complicación imprevista, la terrible sensación de saber que pese al drama que estás viendo a través del microscopio, tú eres el último teléfono, nadie puede ayudarte, toda la responsabilidad de la catástrofe es tuya. Y luego el no menos pavoroso momento de acudir a la habitación del enfermo para confesar que las cosas no han salido como esperabas, reconocer implícitamente que tú no eres el semidiós que tantos pacientes creían (hoy la divinidad ha ungido a la tecnología, esos láseres que todo lo pueden y te arreglan los desperfectos o los defectillos en un abrir y cerrar de ojos), sino un ser humano imperfecto y, por tanto, falible.
Henry Marsh corrobora también una frase que hice pronunciar a uno de mis personajes en una novela de ambiente médico («Tres dioptrías y media» Barcelona, 2001), cuando un cirujano advierte que «el momento más peligroso viene cuando uno cree que ha pasado el momento más peligroso», en lo que puede parecer un trabalenguas, pero es una realidad constatada por el neurocirujano escritor: algunas de las complicaciones más sangrantes acaecen cuando uno se ha relajado tras un imprevisto especialmente tenso solventado con éxito. También es peligroso el momento biográfico en que sientes que ha pasado tu período formativo y te sientes bueno. De ello a la peligrosa audacia solo hay un paso…
El doctor Marsh explica su experiencia como paciente quirúrgico, cuando padece un desprendimiento de retina. «Las enfermedades solo las sufren los pacientes», escribe el doctor Marsh. Entonces se da cuenta de la ansiedad que hemos experimentado todos los cirujanos al operar a un compañero de profesión porque es muy fácil transgredir las normas del indispensable distanciamiento (esto llega a su máxima expresión al intervenir a un familiar directo). En el caso del colega es menos probable acabar en el juzgado pero sabes que tu paciente es consciente de que puedes cometer errores.
Con todo, mi experiencia me recuerda que el único día que entré absolutamente tranquilo a un quirófano fue cuando me operaban a mí de una rodilla maltrecha por el fútbol, más allá de los cincuenta, pues la responsabilidad era de otros, y antes de la anestesia simplemente crucé los dedos deseándole suerte al cirujano…