Ya nos explicó en su día Carlo María Cipolla en «Allegro ma non troppo» que la estupidez era patrimonio de la humanidad y estaba uniformemente repartida, o sea que la probabilidad de que una persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de esta persona como la raza, la clase social o su nivel educativo. Así que el porcentaje de estúpidos sería muy parecido entre blancos y negros, oftalmólogos y protésicos dentales, empleados de banca y camareros, periodistas y periodistos, clérigos y predicadores laicos y, por qué no, políticos de la casta o del populismo emergente.
No se acaba de entender pues por qué los políticos han de ser más taimados y codiciosos que el resto de congéneres, como nos empeñamos en despotricar los ciudadanos de a pie. Otra cosa es que sociológicamente la llamada clase política ofrezca un alto porcentaje de personas sin oficio conocido que ya en el colegio solían hacían más populares por sus actividades asamblearias y capacidad para trepar que por su currículo escolar. Más adelante los veríamos de portavoces o asesores de tal o cual y, más tarde que pronto, tras los barrotes de una celda como otros ciudadanos laicos de dedos largos.
Pero no todo el monte es orégano en el ejercicio de la política, como también solemos repetir los seglares, tiene sus servidumbres. Cierto que disfrutan de prebendas, escribió H.M Enzensberger, pero ahí es nada el aburrimiento abisal al que están sometidos, cautivos permanentemente en un bucle repetitivo digno de la marmota norteamericana a la que, por cierto, el cambio climático tiene francamente desorientada. Ahí están sus señorías reunión tras reunión, repitiendo una y otra vez propuestas orladas de líneas rojas y presuntos cheques en blanco, escuchando impertinencias y demagogias ajenas (las suyas, como es notorio, son verdades) sin cesar. Y no son grandes discursos con burbujas churchilianas con las que sonreír, sino dossieres, resoluciones, presupuestos, encuestas, posiblemente escritos con prosa atrabiliaria. Y luego a la salida, cuando están derrengados y confusos, tienen que hacer frente a los micrófonos y decir algo mínimamente coherente que no contenga ninguna idea propia. Heroico.
Esto último es lo peor: la necesidad de parlotear constantemente, sin pausa ni piedad para él, sus oyentes y para el propio idioma, que sufre una metamorfosis de tipo kafkiano en manos del político y sus abnegados oyentes / transcriptores, los pobres periodistas que se ven forzados a asistir a un carrusel de plenos y ruedas de prensa a cual más tediosa. Es así como surge una neolengua en la que continuamente se posicionan, nada de definirse o situarse, o entienden de que en lugar de creer, opinar o juzgar y ahora que estamos en fase de negociación a todos los niveles sin que al parecer nadie converse, dialogue o discuta…simplemente. Y luego si quiere estar en el loro no dirá nunca ofrecer sino ofertar, ni estimular sino incentivar, ni antepondrá algo si puede priorizarlo ni calcularlo si puede cuantificarlo. Nada puede estar caduco o anticuado sino obsoleto…
Esta jerga recogida hace muchos años por el profesor Aurelio Arteta, se ha ido enriqueciendo en los últimos tiempos. Así, la preposición ante ha sido sustituida inmisericordemente por el horrible de cara a o el verbo reanudar que ha sido arrasado por el más chic retomar, ya nada se reanuda sino que todo se retoma que no es incorrecto sino simplemente cargante. Y ya nada acaba, termina o concluye sino que finaliza, o peor, finiquita, que es más largo y por tanto, con mayor prestancia, como en el lenguaje futbolero por lo visto ya nadie chuta, dispara o remata sino que se perpetran zapatazos, a ningún defensa se le ocurre acosar sino que ahora enciman (¡qué horror, qué inmenso horror!), mientras a los jugadores necesariamente más sutiles, los del centro del campo, encargados de proveer de ocasiones de gol a los delanteros, se les llama maquinistas y precisamente sala de máquinas al centro del campo (solo lo fue cuando Mourinho puso a Pepe en esa demarcación en un vano intento de desactivar a los maquinistas del Barcelona), y naturalmente hay que ganar los partidos sí o sí…
Pero hay una expresión que merece párrafo aparte y que me hace cambiar de canal histéricamente. Emerge cuando el político quiere dejar claro de una vez por todas que el hará o no hará esto o aquello. Es entonces cuando coloca por enésima vez esos micrófonos filiformes (¿qué harían con sus manos sin ellos?) y engolando la voz empieza con un solemne como no podía ser de otra manera sigue por el omnipresente se puede decir más alto pero no más claro, para rematarlo con un definitivo por activa y por pasiva absolutamente letal.