El tradicional desprecio por las carreras de letras porque no garantizan tener un porvenir económico y ahora ya ni tan solo el reconocimiento de haber pasado por la universidad, ha llegado a su punto álgido con los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística. Menos del 30 por ciento de los titulados en carreras como Antropología Social y Cultural y Filología Románica han conseguido trabajar de lo que estudiaron. De acuerdo con estas cifras, que recogen la evolución de quienes iniciaron sus estudios en 2010 y los acabaron en 2014, las filologías son fábricas de desempleo.
En algunos países la desconfianza hacia las materias de humanidades ha llevado a recomendar a las facultades que se centren en los estudios estrella, los STEM por sus siglas anglosajonas: ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas, y que incluso eliminen las carreras de letras -caso de Japón-, si quieren financiación. Desde un punto de vista puramente economicista es comprensible que se quiera rentabilizar la inversión en formación, tanto por parte de los gobiernos como por parte de aquellos que dedican años de esfuerzo y quieren ver frutos, los estudiantes. ¿En qué punto ciencia y humanidad separaron su camino? ¿Es válido medir el aprendizaje solo por su utilidad práctica y dejar de lado la vocación, la ilusión?
Si tenemos que mirar al otro lado del Atlántico, otros estudios nos dicen que en Estados Unidos las humanidades sí son rentables, incluso la filosofía, aunque los sueldos avancen más lentamente; en el sector que más crece, el tecnológico, hacen falta personas creativas y de pensamiento innovador, que sepan gestionar algo más que números, también emociones. No nos precipitemos a menospreciar un área del conocimiento y a saturar con titulados la otra.