El escritor británico nos introduce en un mundo lleno de tecnicismos jurídicos y dilemas morales que involucran a un joven inteligente pero sumergido en un enjambre de supersticiones que la magistrada debe desentrañar y relativizar si quiere salvarle la vida. La tortuosa relación entre la jueza y el atribulado joven ante su disyuntiva vital, genera una narración, un tanto árida al principio, pero trepidante a medida que se acerca a su desenlace, y que nos plantea el siempre espinoso tema de los necesarios límites a la aplicación práctica de los dogmas religiosos. A todo ello, la jueza ecuánime y avezada en temas de separaciones matrimoniales conflictivas se va distanciando de su flemático marido y se ve a sí misma cambiando airadamente la cerradura del piso conyugal…
Una lectura ideal para un viaje en AVE si los pasajeros tuvieran el civismo de salir a la plataforma (como indican las normas) para hablar por el móvil. Claro que las normas no son de obligado cumplimiento en nuestro país, según me confirma un taxista madrileño al indicarle que hoy es día de restricción de velocidad por la contaminación.
VIERNES, 13
Hacía lustros que no recibía una carta anónima en sobre y escrita a mano: nada menos que cuatro folios de apretada caligrafía para lamentarse de mi perseverancia escritora «fomentadora de odios y disgustos», junto con la de otros dos colaboradores de este periódico, los tres, peligrosos rojo-separatistas. El juicio sobre lo que se escribe en este rincón es, como suele ser en estos casos, sumarísimo, sin matices: todo es basura y a nadie interesa nada de lo que se dice, pese a que el anónimo comunicante reconozca llevar más de cincuenta años leyéndolo (?); después de una retahíla de agravios entre los que destaca «mi odio al Real Madrid» (no me cae muy bien, no, el club blanco, en eso acierta) termina aconsejándome que lo mejor que podría hacer es «dejar de machacar a los menorquines» y jubilarme «con mi equipo de sabios». Me sugiere que descanse, aunque, piadosamente, no añade «en paz». Algo es algo.
SÁBADO, 14
Salimos anoche optimistas del cine donde el perro «Truman» acaba de oficiar un hermoso canto a la amistad interpretado además por el estratosférico Ricardo Darín y el muy notable Javier Cámara, y sin solución de continuidad nos vemos sumergidos de nuevo en el corazón de las tinieblas. Los atentados de París nos devuelven a la cruda realidad de un mundo gravemente enfermo de inseguridad. Y lo peor es que nadie tiene el remedio salvífico ni siquiera un lenitivo. Hablaba más arriba de la necesidad de poner límites cívicos a los dogmas religiosos, misión imposible si no se encauza la cuestión palestina, si los imanes radicales siguen campando a sus anchas en las mezquitas europeas, si los musulmanes moderados no salen en masa a la calle al grito de «No en nuestro nombre», si no se implementan políticas activas en las barriadas periféricas de las ciudades europeas, si no surge un remedo de nuestro Opus Dei, una especie de Opus Alá que convenza a los radicales de la yihad de la bondad de un proselitismo light hacia militancias más burguesas, si los países occidentales no se ponen de acuerdo en la cuestión siria y en un acoso militar coordinado y efectivo al Estado Islámico, sin repetir trágicos errores como el de Iraq…
Mientras tanto nadie nos quita este dolor inmenso y la honda preocupación por el mundo que les dejamos a nuestros nietos.
MARTES, 17
Espigo entre textos de los diferentes periódicos para hallar improbables certezas que ofrecer en mi programa radiofónico del jueves. Busco lenitivos ante tanta angustia por la seguridad (y su corolario, la libertad) perdida. Y solo encuentro emocionados cantos de «La Marsellesa», pomposas proclamas de guerra y/o gestos de solidaridad y amor fraterno, mientras Obama se pone de perfil y nuestro presidente, escocido aún por la guerra de Iraq, silba su indecisión por las esquinas… ¿Hay alguien más?