En cierta ocasión el escritor italiano Alberto Moravia manifestó que el ciudadano español roba con sentimiento de culpa y el italiano, no. Naturalmente esta afirmación es extrapolable a otros circuitos idiosincrásicos. No solo al séptimo mandamiento. Por esta razón, por ser español, aún siento un grado de culpabilidad, ¡no por un robo!, sino por la mentira que emergió de mi boca, un día, en el curso de mi primera juventud.
Verán, en tiempos pretelevisivos, corrían las épocas más gloriosas del Real Madrid, el de las cinco copas de Europa. Yo, como casi todos los niños, era hincha madridista. Mi pasión me llevaba a introducirme a diario en la cama embutido en un pijama de color blanco. Y, de adolescente, siendo jugador de fútbol, mi máxima ilusión consistía en jugar con el Realísimo. Pero, por uno de estos despropósitos con que nos sorprende tantas veces la vida, hete aquí, que me fichó el Barcelona. Recién llegado a Cataluña, en una entrevista me preguntaron los periodistas cuál era el equipo de mis amores y aún recuerdo el momento preciso que, sonrojado tenuemente, dije:
-El Barcelona.
En verdad me hubiera complacido ser italiano, para que no se enraizara esta falsedad, tal y como está, aún, indeleble, en mi memoria, por ser quizá la única, tan descarada, emitida en el curso de mis setenta años de existencia. Después, sí, salí de Barcelona con el pijama cromado de azulgrana. Del roce nace el amor, dicen. Así que llevo medio siglo de militancia culé. Quedó grabada la mentira, pero no mi pasado madridista, lo mismo que aquel que borra plenamente las secuelas de un primer amor.
Siempre me valí de mi barcelonismo para buscar un enfrentamiento, eso sí, amical, con las hordas madridistas. Por lo que cuando preveo la posibilidad de recrearme apuesto por un rifirrafe futbolístico. Aunque me abrumen, aunque venzan ellos. No olviden que el ingenio y la sana rivalidad conllevan el regodeo y la puntual felicidad, que para eso vinimos también al mundo.
El bar que frecuento para ingerir mi desayuno es un nido madridista, propenso para llevar a cabo mis planes sainetistas. Sufren ellos desde la era Guardiola un verdadero calvario, si bien lo soportan, en verdad, como gentilhombres. La rivalidad está siempre presente entre un café y unas tostadas. Las pullas suelen ser indefectiblemente la mantequilla de la conversación.
Cada Madrid-Barca hay una porra. Tres o cuatro años atrás jugaban ambos en el Bernabeu, al igual que esta semana. Yo aposté por el 1-2, del Barcelona. Pero, hete aquí, que el camarero se equivocó, anotando: 2-1. Precisamente el resultado final, a favor del Madrid. Como así estaba escrito, cuando llegué a desayunar me entregaron los 80 euros de la porra.
Ante tan grata sorpresa, con los cuatro billetes azules en mi puño, alzado, alegre, entre el jolgorio, grité:
¡Hala Madrid! ¡Hala Madrid! ¡Hala Madrid!
¡Que siga la fiesta!
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